Raymond Aron, el anti-profeta
Uno de los grandes protagonistas del drama intelectual de nuestro tiempo es, ciertamente, Raymond Arón. En el centro de la pugna del Este y del Oeste, en el debate de los socialismos y de la libertad, este escritor sin partido, sin falange, armado de su sola inmensa erudición, de su penetrante inteligencia y de su instintiva desconfianza de las simplificaciones, este hombre menudo, fino, desvelado, ha mantenido por cerca de cuarenta años una guerra de todos los frentes contra los mitos dominadores de la inteligencia contemporánea.Su actividad es enorme y varia. Escribe artículos polémicos en la prensa diaria sobre los cambiantes aspectos del acaecer político, dicta sabios cursos en el Colegio de Francia sobre filosofía política, sobre interpretación de la historia y sobre los grandes temas sociales y políticos de nuestro tiempo y publica contínuamente libros resonantes que tienen un vasto eco en la conciencia del mundo occidental y que plantean interrogantes no fáciles de responder.
El último es un extenso estudio, de más de ochocientas páginas, sobre Clausewitz, bajo el título tan revelador de Pensar la guerra. No tiene nada de extraño dentro de su trayectoria de pensamiento. En la tenue frontera de la política y la guerra, ¿es la guerra la continuación de la política o es la política la continuación de la guerra?, está la figura enigmática y rica de aquel general prusiano, que nunca ganó la fama en el campo de batalla pero que, observando la guerra napoleónica, hizo la más profunda anatomía de la naturaleza de los conflictos y de las características de la guerra.
Los políticos lo habían descubierto desde hacía tiempo. Lenin lo leyó con fruto y aprendió mucho de él y en los conceptos de Mao se traducen muchas de sus enseñanzas. Arón lo ha rescatado de los cursos de Estado Mayor para repensar en torno a sus hallazgos una explicación del mundo de las tensiones y riesgos que es el nuestro.
Hay una curiosa simetría o asimetría, si se prefiere, entre Sartre y Arón. Son dos hijos típicos de la universidad francesa, compañeros de curso en las grandes escuelas, empapados de la tradición racionalista y lanzados al descubrimiento del hombre y su destino en una de las épocas más críticas de Occidente. Sus caminos, que arrancan juntos, pronto se separan y difieren. Podría decirse, sin exageración, que el diálogo de espaldas que mantienen al través de sus obras, encarna de un modo ejemplar el drama mismo de la inteligencia europea.
Para la gente superficial, habituada a los clisés y a las etiquetas baratas, Sartre encarna al revolucionario y Arón al reaccionario. Ya este solo hecho hace que el uno sea ensalzado y el otro condenado por las innumerables almas simples que no se han dado el esfuerzo de pensar y muy poco el de leer por su cuenta.
Para Arón el socialismo europeo, pervertido por el modelo ruso, parte de una equivocación fundamental y desemboca, fatalmente, -en el desastre. Para Sartre todas las revoluciones, posibles o imposibles, sensatas o insensatas, son buenas. El uno está sediento de adherir y de comprometerse, el otro no quiere engañarse y mira con desvelados ojos las realidades ocultas detrás de las ideologías. El uno es un optimista beato que lleva en el fondo una visión utópica imprecisa, el otro es un cartesiano escéptico, que ha pensado «que las decisiones políticas eran escogencias aventuradas en un mundo cuyo porvenir nos resulta siempre desconocido».
No es la menor de las paradojas de esta época que coexistan plenamente y hasta se mezclen, en cierta forma, el adelanto más espectacular de la ciencia y la tecnología con -una poderosa inclinación a la utopía y el profetismo. Arón no ha podido nunca enrolarse ni en la una ni en el otro. Ni se ha adherido a una utopía, ni se ha puesto a diseñar alguna para consolar la angustia de los que no quieren enfrentarse con la verdadera condición humana y con la incertidumbre del destino.
El es un analista implacable, un crítico penetrante y mira la obra de los hombres como una tentativa rodeada de enigmas y de riesgos. No quiere sacrificar a ninguna profecía la defensa de los pocos valores seguros que el hombre de Occidente ha logrado conservar en alguna forma como la libertad, el ejercicio de la razón y el derecho a la disidencia.
No cree que ninguna doctrina pueda, en un lapso histórico, modificar la naturaleza humana y que ignorar, ciega o voluntariamente, este hecho ha conducido a los más grandes fracasos y a las peores catástrofes de la historia.
Por eso se inclina más a los analistas que a los imaginativos. A Maquiavelo, al Marx analista y no al profético y, ahora, a Clausewitz, el hombre que más a fondo ha penetrado en el más revelador y poderoso de los procesos sociales, la guerra. En cierta forma es el gran perturbador de los sueños fáciles y de las engañifas ideológicas. Habría que representarlo con un martillo en la mano, listo a demoler falsas estatuas e ídolos. Solo que su figura física menuda, frágil, toda cerebro, evoca más la estampa de un gnomo o de una ardilla. Una menuda ardilla inquieta que monda todo el tiempo la almendra de la historia para dejar al descubierto el siempre inesperado y decepcionante hueso de la realidad.
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