Los caminos del futuro y el tiempo de la reforma
Desde la muerte del general Franco los españoles comenzamos a sacudirnos nuestra apatía política. Se entrevé un futuro en el que ya no todo van a dárnoslo hecho, sino que lo que ocurra va a depender, en buena medida, de nosotros mismos. Sé incluso de personas que andan estudiando cuidadosamente a quién van a votar «para que no vuelva a ocurrirnos como cuando votamos a Gil-Robles».Y todo el mundo se pregunta qué va a pasar aquí. Hace algún tiempo la discusión versaba sobre una de estas cuatro posibilidades: la continuidad de lo existente, la reforma desde el poder, la revolución pacífica (ruptura democrática) o la revolución violenta. Hoy las incógnitas parecen a punto de despejarse.
Yo siempre vi como muy improbables el continuismo y la revolución violenta y hace tiempo que vengo diciéndolo. Hace años, muchos no estaban de acuerdo con esa, apreciación. Hoy, creo que la gran mayoría la admite.
El continuismo del régimen chocaría con varios obstáculos muy difíciles de superar: la presión de la oposición interior, que no es tan fuerte como algunos suponen y, en otro contexto internacional, posiblemente fuera controlable, y otra presión más importante aún, procedente del exterior. Volver a constituir un islote fascista (más o menos blanqueada la fachada), en 1976 y en medio de una Europa democrática, parece empresa sumamente arriesgada, tanto que ni siquiera la mayoría de la clase política parece pensar seriamente en ella.
Las posibilidades de una revolución violenta son también escasísimas. La ETA parece el único grupo capaz de intentar una acción de ese tipo, pero francamente yo no veo ninguna posibilidad de que llegue a tomar la Puerta del Sol. Amparada en el sentimiento nacionalista del País Vasco y en la proximidad de la frontera, puede crear cierto clima de inquietud en su «zona de operaciones», pero difícilmente extenderlo al resto del país.
En una revolución de masas de carácter violento, especie de nuevo Dos de Mayo, contra el poder establecido, tampoco cabe pensar por la sencilla razón de que, por unos u otros motivos, el país se ha desarrollado económica y socialmente en los últimos años de modo -considerable y ese desarrollo, al satisfacer las necesidades de amplios sectores de la población, ha dado un golpe de muerte al espíritu revolucionario. Yo no digo, sería ingenuo decirlo, que todo el mundo viva muy bien. Lo que digo es que la gente vive lo suficientemente bien como para no levantarse en armas contra los ocupantes del poder. Y añado que la situación actual es mucho más «soportable» que la de Franco. ¿Si el pueblo no se levantó en armas contra Franco, por qué había de levantarse contra el Rey?
¿Cabe pensar que el Ejército se subleve y entregue el poder a la oposición?. El ejemplo de Portugal hizo soñar a muchos con esa posibilidad fantástica. Pero el Ejército español no es el portugués, aparte de que los militares portugueses no entregaron el poder a nadie. Se lo quedaron ellos.
La ruptura democrática pacífica tampoco parece posible y creo que sus defensores se baten en retirada. No es fácil saber, desde luego, qué ha de entenderse por «ruptura», término extraño que parece un sustitutivo vergonzante de revolución. Pero cabe pensar que los «rupturistas» piensan en la sustitución global de las gentes que actualmente detentan el poder por las de la oposición. Algo así como «¡La oposición al poder!»
A cualquiera que conozca el país se le alcanza que este proyecto es de muy difícil cumplimiento, especialmente si se quiere poner en práctica pacíficamente. Pues es lógico suponer (en realidad no hace falta suponerlo, basta con ver lo que está ocurriendo) que quienes detentan el poder no van a entregarse, esposados, en manos de la oposición, sino más bien a tratar de garantizar su supervivencia en la situación futura. No hay el menor síntoma de abandonismo en el Gobierno establecido. En todo caso, si los que ocupan el poder son desalojados de él, habrá de ser por la fuerza de las armas. Es decir, que la ruptura es dificilísima pero si tuviera lugar no sería pacífica.
Y si no es pacífica tampoco será democrática, pues de la confrontación violenta entre el poder y los oponentes no es fácil que salga otra cosa que una nueva dictadura. De derechas o de izquierdas, pero dictadura al fin y al cabo.
Pues parece probable que quien, después de una lucha armada, conquiste (o retenga) el poder, va a tener que organizar una seria represión contra los vencidos y esa represión no va a ser fácil sin dictadura. Aparte de que quien, al salir victorioso se declare salvador del país (no será cierto, pero él va a creérselo y a tratar de hacérselo creer a los demás), aprovechará la ocasión para no soltar el poder conquistado por las armas. Por todo ello, a mí, «ruptura democrática pacífica» me suena a círculo cuadrado triangular. Que, sin disparar un solo tiro, el Gobierno se vaya y la oposición lo sustituya, parece extremadamente improbable.
Lo que parece probable es que se produzca la reforma, es decir que desde el poder y respetando la legalidad establecida, el régimen se transforme en una democracia. Hace tiempo que vengo diciéndolo y me llamaron utópico. «El régimen está compuesto por una panda de fascistas que nunca soltará el poder.» «No hay ejemplo histórico de un fascismo que se transforme en democracia.» «Sólo se producirá el cambio si nos acostamos fascistas y nos levantamos demócratas. »
Pues no, señor. Todo parece indicar que la reforma va a producirse, que ya se está produciendo, y que teníamos razón quienes la pronosticamos.
Cabe discutir, claro está, si el ritmo de la reforma ha sido el adecuado, si es suficientemente profunda, etc., etc. Pero lo que no cabe negar, creo, es que la reforma se está produciendo y que ese proceso o nos lleva ya a la democracia o nos pone en las puertas de la misma. Tanto, que bastará con avanzar un poco más para llegar a la meta.
La desgracia está en que, hasta ahora, la democracia ha venido identificándose con el rupturismo. Pero hacer eso es como identificar catolicismo y Trento o marxismo y Stalin. Son cosas indiferentes, que pueden ir unidas pero no necesariamente. Hace años quizás fuera imprevisible la actual transformación del régimen y si, en el 60, me lo hubieran jurado, no me lo hubiera creído. Pero esa evolución se está produciendo y es de sabios rectificar. En política negarse a reconocer la realidad no es buena cosa. E insistir en hacer pronósticos que no se cumplen, tampoco. La gente puede recordarlo a la hora de votar.
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