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Vidal y Barraquer, una gran figura

A veces se me ocurre intentar juicios de futuro. No para saber lo que sucediera en un porvenir incognoscible, sino más bien para imaginar de qué modo serán vistos en tiempos venideros, ciertos hechos que yo he vivido. Y, aún más, ciertos hombres a los cuales he conocido personalmente. De mis reflexiones en tal sentido, aparto ahora los hechos en tanto que, en sí mismos, suelen ser demasiado complejos para esquematizarlos en un artículo, y me limito a los hombres. Pues bien; muchas veces se me ha ocurrido pensar en un hombre que, con el paso del tiempo, y cuando a través de sus papeles -que hoy van siendo publicados-, se disponga de más elementos de juicio, aparecera como uno de los más realmente importantes de la primera mitad de este siglo, y a la vez, como una de las más destacadas figuras de la Iglesia católica moderna. Me refiero al cardenal Vidal y Barraquer.Puedo hablar de él porque le conocí, y no poco, y porque estuve con él en un momento crítico. En un libro reciente, he procurado bosquejar su silueta humana. La de un hombre destacadísimo y a la vez, de una absoluta normalidad. Por su padre procedía de una dinastía de propietarios rurales, y por su madre de una familia de la burguesía barcelonesa, que ha dado figuras de prestigio mundial en la oftalmología y también en la neurología. Fue abogado, y tuvo abierta ante él una carrera brillante. Pero a los treinta y un años se ordenó sacerdote, y fue cardenal a los cincuenta y tres, cuando llevaba dos años siendo arzobispo de Tarragona. Delgado, ágil, activo, poco espectacular, lúcido conocedor de hombres y de realidades, con una gran capacidad de silencio y, al mismo tiempo, gran conversador, de una curiosidad casi universal, en especial sobre hechos y modos de ser humanos y sobre puntos de vista personales del interlocutor, a poco que éste los tuviera. Cuando podía, cazador entusiasta y fumador empedernido. Todo ello, con una total naturalidad en el trato, bajo la cual no siempre se mantenía del todo oculta una ironía sonriente. Nada ambicioso, a unque consciente de la autoridad de su cargo. Con un gran sentido político, aunque nunca partidista. Siempre a nivel de su tiempo -fue el primer cardenal que viajó en avión-, defendió ya en 1915 la misa de cara al pueblo y en lengua vulgar. Profundamente catalán, nadie le tuvo por hombre de ideas avanzadas; ello no excluye que no las temió cuando las consideró justas y útiles. Fue perseguido por la dictadura cuando defendió los derechos de la lengua catalana. Nunca vaciló en hacer lo que antes nadie hizo, si lo estimó acorde con su pensamiento profundo. Pero no fue amigo de destacar su personalidad. Aceptó la República y la Generalitat, y supo llevar con él al obispo Irurita a saludar a Maciá. Luego, al haber salido de España el cardenal Segura, fue él quien negoció, en un momento de republicanismo recalcitrante, la relación entre la Iglesia y el Estado; sus cartas al entonces secretario de Estado vaticano, cardenal Pacelli, son un modelo de realismo y de comprensión dentro de la preocupación del momento, que desorientó a tantos.

El Alzamiento le sorprendió en Tarragona, donde, de momento, no sucedió nada. Pero, muy de inmediato, la situación se complicó. Tras una aventura que pudo ser trágica, la Generalitat consiguió arrancarle de las manos de un piequete amenazador... Su seguridad exigió que saliera del país; yo mismo con uno de sus sobrinos, preparé su salida, y nunca olvidaré la conversación de una hora que aquel día tuvimos y que me permifló conocerle mejor y admirarle aún más. No me es posible resumir, en un breve artículo Is actitud que tomó luego. Hay que leer, para conocerla, la biografla escrita por R. Muntayola -de la cual existe traducción al castellano-, y los textos de su archivo que publican, con todas las garantías científicas, el Padre Miquel Batllori y el P.v.m. Arbeloa; de ellos resulta una visión nueva de muchos aspectos de aquellos años trágicos, que habrán de tener en cuenta todos los historiadores, sean del color que sean. La actividad del cardenal fue inmensa. Tuvo como base la idea de que no se trataba de «buenos» y «malos», y de que su actitud pastoral no le permitía excluir a ninguno de los hombres -tanto si luchaban, cómo si no lo hacían-, situados en cualquiera de los dos bandos. Por ello no firmó la pastoral colectiva de 1937. Para todos buscó la ayuda y la paz, y tanto más, cuando más la necesitaban. Su actitud fue la de un verdadero hombre de la Iglesia. Para evitar desmanes, llegó a ofrecerse como rehén. Hoy vemos cómo aquella actitud, -que entonces tantos no comprendieron-, es la que corresponde a la Iglesia de nuestro tiempo. Ya en el momento de la elección de Pío XII, algunos periodistas agudos se dieron cuenta de que aquel cardenal en el exilio figuraba entre los más importantes que se reunieron en el cónclave. Aun así, no fue comprendido. Pero hoy nos damos cuenta de que su actitud está en la base misma de algunas de las decisiones más importantes -y que tantos olvidan- del Concilio Vaticano II. No porque él definiera doctrinas, sino por sus obras. «Por sus obras les conoceréis», dice el Evangelio.

Terminada la guerra civil, aquellas obras le valieron permanecer en el exilio hasta su muerte. Se centró en su vida religiosa y cuando habló lo hizo sin entonación, sin énfasis. No renunció a su arzobispado, y su fiel equipo de sacerdotes admirables mantuvo el contacto con él. Hubiera querido vivir y morir en Catalunya, con ellos, con los suyos. Un día u otro, tal como él lo deseó, sus restos han de volver, acompañados por todo su pueblo, a reposar en su sede archiepiscopal. No quisiera morir sin verlo. Por muchas razones.

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