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El camino de Europa

La reciente reunión del Consejo de la Comunidad Económica Europea, en Luxemburgo, ha producido una general impresión de desaliento y fracaso. Los comentarios de prensa han sido de un pesimismo notorio. Se habla de «fiasco», de lúgubre y severa prueba, de de salierito. Poco, en verdad, se esperaba de esta reunión. Lo que se obtuvo fue casi insignificante.La tarea de construir una Europa unitaria, de las naciones o de los pueblos según quieran calificarla las opuestas tendencias políticas, se revela cree ¡en temente difícil. Lo va siendo cada vez más en la misma medida en que se pasa del terreno de los acuerdos aduaneros y de la cooperación técnica o industrial y se entra en el escabroso campo de la uniforinización de las políticas económicas.

La limitada tentativa de establecer una relación semi-estable entre las monedas de los nueve países que integran actualmente la comunidad, no ha podido ser sostenida. Gran Bretaña e Italia han visto, en la impotencia, descender el valor de sus signos rnonetarios en elmercado de cambios con relación a las nionedas fuertes.

Francia misma se vio forzada, ante la presión de la ola especulativa, a abandonar la oscilante relación.que caracterizaba a la llamada «serpiente» entre las monedas de los integrantes de la comunidad. Ante la creciente firmeza del dólar y del marco alemán ninguna relación estable de cambio ha podido mantenerse.

El problema básico es que la moneda no es sino el reflejo y el resultado de la situación económica de los países. No Ipuede haber una relación estable entre las monedas de países que practican políticas económicas similares. La debilidad monetaria es la consecuencia del déficit de los presupuestos y del intercambio comercial y financiero.

Cuando se gasta más de lo que se percibe por los impuestos, cuando se compra más al extranjero de lo que se le vende, cuando los grados de crecimiento, de productividad o de inflación son abiertamente diferentes, no es posible lograr que la relación entre las monedas no acuse y manifieste esas diferencias. Los países de la comunidad europea no han podido poner en práctica una política coherente similar y coordinada. Las tasas de inflación han sido muy diferentes, el volumen de desempleo lo ha sido igualmente.

Para poder compensar esas diferencias hubiera sido necesario que los más ricos, o los menos afectados, hubieran podido aceptar sacrificios y esfuerzos de cooperación que, prácticamente, ninguna entidad nacional está dispuesta a soportar en beneficio de otro país Este es precisamente el caso de la Alemania Federal. Su economía es la más sólida y próspera de Europa su grado de crecim lento el más alto y su tasa de inflación la más baja. El resultado es que el marco alemán es una de las monedas más fuertes y solicitadas, en los mercados del mundo. No es un meto caso de simple imitación el que se plantea a los demás países de la comunidad frente a Alemania. Las causas que han permítido y producido este fenómeno de solidez y prosperidad son varias y complejas. Una sin duda es el carácter del pueblo, su natural aceptación de la disciplina social, su espíritu de ahorro y de inversión y su capacidad de produe ir. Otras tienen que ver con la menor injerencia de las parcialidades políticas en los procesos económicos. Muchos de estos rasgos no son adaptables a otros medios sociales o psicológicos.

Pero además y sobre todo está la dificultad, anclada en lo instintivo y lo sentimental, de lograr efectivamente pasar de una conciencia colectiva tradicional nacional y nacionalista a otra genuinamente europea e internacional. El parámetro y la medida de los Estados europeos sigue siendo, y no podría ser de otra manera, nacional. La nacionalidad es un viejo sentimientoanclado en la sensibilidad de las gentes, mientras el concepto de Europa es un producto de la razón y de la necesidad que está más allá de las percepciones y las experiencias rutinarias de los pueblos.

Tal vez, como lo piensan algunos pesimistamente, hagan falta mayores dificultades y pruebas para que el hombre de la calle del viejo Continente llegue a comprender que si es europeo en sus dificultades no tiene más remedio que serlo también activamente en sus reacciones y en sus esfuerzos.

Ni políticamente, ni tampoco en lo económico y en lo cultural, hay alternativa para estos viejos pueblos creadores de la civilización occidental fuera de la formación compacta y sincera de una Europa unificada.

Varían, si acaso, en los medios y en los objetivos inmediatos. Los obstáculos y las resistencias, poderosos y no siempre posibles de definir, vienen precisamente de la tradición nacional de cada uno de estos Estados qué a través de luchas de siglos forjaron sus identidades y sus lealtades nacionales y también intereses y peculiaridades económicas y sociales que se resisten a desaparecer o a aceptar riodificaciones de fondo.

La lección de estas dificultades evidentes no puede ser otra sino la de que el camino es largo y difícil pero que es el único que existe, no sólo para salvar la herencia material y moral de estos viejos pueblos, sino también la sola posibilidad de alcanzar un destino de dignidad y de grandeza. Tal es el precio que hoy les pone la historia.

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