Francia y la realidad que muda de color
La selección francesa reunió en la prórroga a 10 jugadores negros y uno blanco, el portero Lloris
Entrada la prórroga de la final de la Copa del Mundo, el francés Rabiot abandonó el campo y fue sustituido por Fofana. El cambio no afectó a la estructura del equipo. Centrocampista por centrocampista. Sí trasladó al mundo una imagen de lo que significa el discurrir del fútbol y su conexión con la realidad de cada época. En el campo, la selección francesa reunía a 10 jugadores negros y uno blanco, el portero Lloris. Era una fotografía más que representativa de la Francia actual, no la que preside las ensoñaciones de los carcas.
Las migraciones constituyen el eje natural del fútbol francés. A cada época le ha correspondido una corriente de futbolistas originarios de otros lugares de Europa o de la colonización en África, las Antillas y las islas del Pacífico. Hijos de mineros polacos, como Raimond Kopa (Kopazewski, de apellido completo), dieron lustre a la selección antes y después de la Segunda Guerra. Descendientes de italianos, como Michel Platini, triunfaron después y prestigiaron el fútbol de un país enamorado del rugby y el ciclismo.
A mineros italianos y polacos les siguieron migrantes argelinos y marroquíes a finales de la década de los 50, en pleno proceso descolonizador, con un impacto extraordinario en el fútbol, basta con recordar al maestro Zidane o a Karim Benzema. Antillanos, caledonios y africanos subsaharianos irrumpieron cada vez con más frecuencia en las alineaciones de la selección francesa. En el Mundial de 1966 no figuraba ningún jugador negro en el equipo, que tardó 12 años en reaparecer en el torneo.
En Argentina 78, dos fenomenales defensas de piel negra, Marius Tresor y Bernard Janvion, destacaban en el equipo. A ellos se añadió, Jean Tigana en el Mundial de España 82. Aquellas selecciones eran producto de su tiempo, de los cambios sociales y de las corrientes migratorias que acompañan a la historia. Los pobres aspiran a un futuro mejor en los países ricos. La relación es biunívoca: los países ricos necesitan de los migrantes para mejorar la economía, rejuvenecer la sociedad y competir en el mercado global.
Como en tantos otros aspectos, el fútbol ofrece un riguroso testimonio de estas transformaciones y de las enormes dificultades que obstaculizan el encaje. Francia produce más y mejores futbolistas que ningún otro país de Europa, evidencia constatada en una selección que ganó el Mundial hace cuatro años, ha alcanzado la final en la última edición y ha aguantado sin pestañear las bajas de Benzema, Nkunku y Pogba. Le sobran jugadores de primerísimo nivel, de origen subsahariano en su mayoría, los que defendieron el pabellón en la trepidante final.
Tierra de promisión, Francia escenifica desde hace décadas los conflictos en las políticas de integración que asoman ahora en otros países, casos de Italia y España. En estas cuestiones, el fútbol agrega y a la vez avisa de la segregación económica, cultural y educativa. Un altísimo porcentaje de los internacionales franceses procede de los banlieues de las grandes ciudades, donde las oportunidades de prosperar se reducen dramáticamente.
Es cierto que el fútbol abre alguna vía en un modelo social feroz, a la vez que informa de los cambios que se producen en el paisaje social. Lo han testimoniado Francia, Inglaterra y Holanda en Qatar. Se trata de una transformación sin vuelta de hoja, que debería invitar al optimismo porque desde un lado pedagógico es una contundente representación de la realidad, aborrecible para los reaccionarios de allá, de acá y de todas partes. El fútbol francés lo sabe muy bien. En el Mundial de 2010, los carcas de Le Pen utilizaron el fracaso del equipo como artefacto político contra la inmigración. Veremos si esta vez vuelven a ver a la patria en peligro.
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