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Mundial de Fútbol
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tiro del final

Desde hace tiempo me ronda, cuando pienso en Leo Messi, el verso final de un tango. Se llama ‘Desencuentro’

Lionel Messi al término de la premiación. Foto: MARTIN MEISSNER (AP) | Vídeo: EPV

Aunque se lo bailó desde fines del siglo XIX, al tango recién se le puso letra en las primeras décadas del siglo XX. La Argentina era entonces una sociedad que se transformaba velozmente. Millones de inmigrantes europeos llegaban con la idea de hacer dinero, progresar y, en el mejor de los casos, regresar a sus lugares de origen. Muchos lo consiguieron. Muchos más aún se quedaron al otro lado del mar y prosperaron. La crisis mundial de 1930 torció, en parte, ese sueño de progreso y ascenso social. Y las letras de tango reflejaron (con exquisita pertinacia) la melancolía, la frustración, la derrota, la soledad y la desesperación de un conjunto de seres humanos que sentían que habían extraviado el rumbo de sus sueños.

¿A qué viene tanto tango para aquí y tango para allá? A que desde hace tiempo me ronda, cuando pienso en Leo Messi, el verso final de un tango. Se llama Desencuentro -como para que queden dudas de que el tango es argentino-, tiene letra de Cátulo Castillo y música de Aníbal Troilo. Es un tango que habla de traiciones padecidas, de sueños incumplidos, de fracasos incontables. Su último verso es, de hecho, una imagen brutal: “Ni el tiro del final te va a salir”. El propio tango le advierte a su protagonista que su mala estrella es tan inmensa, tan invencible, que cuando intente volarse los sesos no va a conseguirlo. Ni siquiera esa, su auto-aniquilación, se producirá de acuerdo a su voluntad, sus intenciones y sus actos.

Desde hace tiempo cuatro palabras de esa imagen, “el tiro del final”, me vienen rondando cuando pienso en Leo Messi y en la Selección Argentina. No descubro nada si digo que el Mundial 2022 era, para Leo, ese tiro del final. Una imagen más benévola que escuché de vez en cuando fue esa de “el último baile”, popularizada por el estupendo documental acerca de Michael Jordan y su último anillo de la NBA con los Chicago Bulls. Pero, con las disculpas del caso, lo de Leo no era un último baile. Nada de eso. Era una última oportunidad. Un intento postrero. Un disparo lanzado a la desesperada.

Es posible para que para un lector no argentino esta descripción resulte desproporcionada. Tenebrosa, de hecho. El último baile remite a postreras armonías, a las evoluciones finales de una danza gozosa. Es verdad. Pero una verdad amable para los torturados espíritus argentinos. Para nosotros las cosas son distintas: siempre son terminantes, antagónicas, decisivas y desesperadas. ¿Son así más allá de nosotros, o son así precisamente porque las protagonizamos nosotros? No lo sé. Y alcanzar una respuesta supera los alcances de esta columna y -posiblemente- de los años que me resten de vida.

Pero volvamos a Messi. No es exagerado sostener que se trata del jugador de fútbol más importante de lo que va del siglo XXI. Títulos, goles, jugadas, premios individuales, records alcanzados. Trascendencia planetaria. Respeto global. Amor desbordado. Excepto en su tierra. En Argentina tuvo que soportar, durante años, la comparación machacona con Maradona, el gesto torcido de desprecio apenas disimulado, la condescendencia de “sí, es verdad que en Europa le va bien. Pero jugando para Argentina…” Y en ese “pero” entraba todo el fastidio, toda la impaciencia y todo el desencanto.

Paradójicamente -o no- cuanto más cerca estuvo de lograr cosas importantes con la Selección Nacional, mayores fueron las críticas y los desprecios. Subcampeonato Mundial en 2014 y en las Copas América 2015 y 2016. “Este pibe no es digno de atarle los zapatos a Maradona” o “Este pibe solo sabe jugar en Europa, rodeado de genios”. Las tesis de sus críticos vernáculos, en general, tomaron alguna de esas dos anchas avenidas. Solo cuando el propio Messi, desconsolado después de esos reveses, consideró la posibilidad de retirarse de la Selección sus críticos optaron por morigerar sus ataques. Se inició entonces un romance crepuscular. La afición argentina aceptó la realidad (conjugar en la misma proposición los conceptos “argentina” y “aceptación de la realidad” es casi un oxímoron) de que había llegado el tiempo de disfrutar a Messi. En lo que pudiera darnos y hasta que pudiera darnos.

Y la luz se hizo.

Después de otra nueva decepción (Rusia 2018) Lionel Scaloni tomó las riendas de una Selección confundida y devastada. Con paciencia, con sabiduría, se quedó con algunos veteranos y los rodeó de jugadores jóvenes, a veces casi ignotos en el medio internacional. Y sucedió algo maravilloso: esos chicos jóvenes se habían criado viendo jugar a Messi. Sin las absurdas prevenciones de sus mayores, lo admiraban con la claridad y el candor que suele tenerse en la juventud. Soñaban con jugar con él, y se dieron el gusto. Después soñaron con ganar con él y lo lograron en la Copa América de 2021.

En otra sociedad -menos rotunda que la argentina- el Mundial de Qatar habría sido, para Leo, un maravilloso último baile. Pero para los argentinos, no. Tuvo que ser el tiro del final. Sin clemencia ni contemplaciones. La gloria o el infierno. La salvación o el abismo. Y a diferencia del tango Desencuentro, a Leo y a los suyos el tiro del final sí les salió. Y vaya que les salió. Y tanto les salió, que son los campeones del mundo.

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