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A la argentina

El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad

Lionel Scaloni, con la Copa del Mundo ganada por Argentina.
Lionel Scaloni, con la Copa del Mundo ganada por Argentina.HANNAH MCKAY (REUTERS)
Martín Caparrós

Abrazo de fiesta a Villoro:

Fue a la argentina, Granjuán, a la argentina, me dice desde la Argentina mi mamá, y está tan claro: la Argentina lo ganó a la argentina, incapaz de ganar de otra manera o decidida a ganar solo de esta. Esta manera, lo sabemos, es conseguirlo casi todo y derrochar lo conseguido para tener que volver a conseguirlo y otra vez derrocharlo y otra vez conseguirlo —y, si acaso, otra vez derrocharlo, a ver si lo podemos conseguir. Esta manera, lo sabemos, es pelear y sufrir, como si no pudiera haber construcción sino milagro: melodrama y milagro.

Tú lo viste tan claro como yo: durante 80 minutos la Argentina fue el mejor equipo del mundo sin ninguna duda. Había borrado tanto al campeón anterior que el partido ya se terminaba y los franceses todavía no habían pateado al arco. La Argentina, en ese lapso, había gozado una genialidad tardía de su entrenador: puso a Di Maria en la banda izquierda para que jugara de super-Jordi-Alba y, recibiendo los pases de Messi, destrozaba la defensa francesa; por ahí llegaron dos goles casi fáciles. Y, además, sus jugadores ganaban en toda la cancha. Parecía una cuestión de amor: los argentinos querían la pelota, los franceses no; los argentinos se la jugaban, los franceses jugueteaban tímidos. Y cundía el pánico en sus filas y su entrenador hizo unos cambios como para que los cambiados lo esperaran en la esquina, y Mbappé jugaba como para que su papá llamara urgente a Florentino a ver si el Madrid lo quería por 327.468 euros, y parecía que él y los suyos podían trotar 10 días seguidos sin acercarse al otro arco. Todo, entonces, era un continuo de placer y calma que convertía la tensión terrible de una final del mundo en un baño de espumas y burbujas. Argentina jugaba, dominaba, se floreaba, podía incluso hacer más goles –que no hacía porque, de algún modo, no parecía necesario.

Hasta que algún argentino recordó de pronto todo lo que se dice sobre los argentinos y decidió ejercerlo. Se agrandó, se la creyó: en lugar de romper fuerte el avance del jugador contrario lo sobró, lo perdió, y la jugada terminó en penal. Y fue gol y a los dos minutos otro gol de Mbappé y todo lo que habían hecho en ese largo lapso no valía más nada.

A la argentina, me dice desde la Argentina mi mamá. Era lo mismo que habían hecho contra los holandeses, lo que ya comentamos, aunque todo puede siempre mejorar: esta tarde, ya en la prolongación, los argentinos volvieron a ponerse arriba y volvieron a perder esa ventaja, y entonces fueron los penales y el triunfo y el Dibu y los abrazos. Un campeonato del mundo no debería decidirse por penales –pero así fue y ahora somos felices y campeones. Ahora, en una cancha árabe, en las pantallas del planeta, muchachos lloran como nunca: los vencedores lloran. Se empiezan a dar cuenta, verso a verso, abrazo tras abrazo, de que acaban de hacer algo que los pone en un lugar donde caben tan pocos: que son, en estos tiempos de heroísmos magros, los nuevos héroes de la patria. Y el más héroe de todos, además, pudo tranquilizar al mundo: ya no le falta nada, ya llenó el álbum, ya lo podemos idolatrar tranquilos para siempre.

Permíteme, sin sorna, refugiarme en un refrán francés, con perdón del caído: tout est bien qui finit bien, bien está lo que se acaba bien. Esto acaba tanto más que bien: somos campeones. Algunos pensarán que así es mejor, más épico. Yo, tonto de mí, creo más en el placer que en el sufrir. Pero nos hemos dado el gusto de ver a un presidente de la Francia consolando a una estrella caída y de ver y sentir la emoción de estos muchachos y de creer, sobre todo, que valió la pena. Fue el estilo argentino en todo su esplendor: no alcanzaba con ganar un partido de una vez, como hacen todos; había que ganarlo tres, con los dos genitales de corbata. Pero eso ya pasó, ganamos, les ganamos; me imagino, ahora, las fiestas en la calle, en mis ciudades, también a la argentina, cantos y bailes, besos y abrazos, cataratas de júbilo.

Y querría, por una vez, no usar el fútbol como metáfora de nada. Somos campeones, somos tremendos, somos los mejores. A la argentina, por supuesto, que eso es lo que somos.

P.D.: anoche, en Buenos Aires se murió uno de los mejores escritores argentinos, Marcelo Cohen —que, además, vivió muchos años en Barcelona. Tú lo conocías; él, creo, se habría reído mucho de estas cosas.

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