Flick y la nueva Enciclopedia de los Jóvenes Castores
El mérito de que el Camp Nou vuelva a ser un lugar en el que todo parece posible pertenece a un equipo empeñado en recordarnos qué demonios es eso de la felicidad en el fútbol: una emoción primaria que se escapa de los gráficos y los análisis estructurales


Hay algo en el nuevo Camp Nou que recuerda a Disneylandia. Pero no a la de los catálogos oficiales, con Mickey y Minnie sonriendo como funcionarios en horario de tarde y los superhéroes de Marvel -las nuevas princesas del parque- a medio camino entre la promesa de experiencias inmersivas y la defensa del convenio colectivo. Lo que evoca este nuevo estadio recién estrenado es la Disneylandia que imaginan los niños mucho antes de que sus padres cometan el sacrilegio de organizar la primera visita: un territorio libre de explicaciones racionales, un reino mágico donde las leyes de la física se pliegan a las emociones más puras y donde cada esquina se reserva un milagro dispuesto a explorarte en las orejas de ratón. Ese estado de nueva credulidad, de emoción sin límites, se ha reactivado entre la afición de un modo tan sencillo como accionar el interruptor de las escaleras cuando vuelves a casa.
Los regresos casi nunca son una mera cuestión de olor a pintura y algunas gotas de cemento sobre el parquet recién fregado. Cualquiera puede colgarse medallas que no le corresponden: desde los arquitectos que presentaron sus maquetas hasta los políticos que cortan las cintas y los banqueros que adelantan el dinero con sonrisa de Jafar. El mérito de que el Camp Nou vuelva a ser un lugar en el que todo parece posible pertenece, casi en exclusiva, a un equipo empeñado en recordarnos qué demonios es eso de la felicidad en el fútbol: una emoción primaria que se escapa de los gráficos y los análisis estructurales. Por si alguien lo había olvidado, bastaron tres partidos con olor a canelones en la cocina para recordar que dicha felicidad bebe de la identificación con los tuyos, del compañerismo entre la tropa, de esa gracia imprevisible que se contagia como un catarro y un punto de locura que no aparece en ningún libro de autoayuda: no existe editorial ni fondo de inversión que lo pueda reclamar como propiedad intelectual.
En el centro de todo está Hansi Flick: el alemán más mediterráneo de la historia reciente, casi un personaje extraviado en el típico anuncio veraniego de cervezas del país. La suya no es una adaptación al uso. No es el típico extranjero que entiende el contexto en dos fines de semana, sino todo lo contrario: no entiende nada y no se deja arrastrar por las mareas emocionales de un pueblo que exige sentir antes que pensar. Su foto del otro día, consolado por Raphinha como si acabara de suspender la Selectividad, bastó para desatar la rumorología habitual en un entorno sustentado por una especie de escepticismo vocacional. El Barça es un club que vive instalado en la certeza de que todo irá mal, aunque vaya bien. Que interpreta cualquier gesto como síntoma de una catástrofe inminente y que, en términos generales, parece sentirse más vivo entre las sombras que bajo las luces.
La foto de este martes, con un Flick exultante tras vencer al equipo de moda exhibiendo el fondo de armario de su guardería, desmontó de un plumazo todas las teorías conspirativas, las lecturas agobiantes de lunes por la mañana y los presagios de tormenta para el fin de semana. Así funciona el Barça desde el principio de los tiempos: brochazos apresurados y cierto temor existencial por parte de que quienes jamás disfrutarán de Disneylandia porque la infancia les queda lejos y la madurez, más lejos todavía. ¿Por qué iba a prometer nada un alemán que lo puede dar todo? Esa es, exactamente, la lección número uno de la nueva Enciclopedia de los Jóvenes Castores.
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