Cómo ser Lamine Yamal
Alguien debe decirle que con 18 años no es necesario ir tan rápido por la vida. Ganando o perdiendo, una idiotez es una idiotez, una falta de respeto es una falta de respeto y una fanfarronada es una fanfarronada


Lamine es uno de esos casos que se dan cada diez o veinte años y que llegan para hacer mejor al fútbol. Un jugador al que la lotería genética premió dándole todas las armas que necesita un crack. Velocidad física, técnica y mental; atrevimiento para inventar; y valentía para desafiar rivales, aficiones, críticas. Tiene, además, un componente generacional que nunca me preocupó: no esconde el ego. Más bien lo luce amarilleando el pelo, provocando con su sonrisa, caminando con una soltura algo descuadernada. Nada preocupante: para desafiar a un público, un poco de ego es imprescindible. Pero es importante saberlo gestionar.
Porque una cosa es tener la suerte de nacer Lamine Yamal y otra cosa es saber cómo ser Lamine Yamal. El jugador es el privilegiado que nace con todo puesto. La persona es la que debe estudiar la asignatura. No es una materia fácil: fama planetaria. Porque estará obligado a vivir bajo observación. A ser acompañado en esa aventura por tipos disfrazados de amigos que le utilizarán. De que cada palabra que diga, en broma o en serio, sea malinterpretada. No se trata de cambiar su personalidad, sino de no permitir que se lo coma el personaje.
Alfredo Di Stéfano era un héroe de los domingos; Pelé, un misterio que se hizo universal; Cruyff, un beatle que modernizó el fútbol; Maradona, un héroe clásico primero y trágico después, en la era del fútbol espectáculo; Messi y Cristiano, dos fascinantes exponentes del fútbol mercantil y viral que en el camino se hicieron con un avión privado y pusieron el fútbol en otro lugar dentro de la escala social. Y en eso llegó Lamine. Lo hizo arriba de un helicóptero, acompañado de una artista de pop urbano, con un discurso desenfadado, sin atender a ningún protocolo y con el éxito como aliado.
Un chico autosuficiente, pero que quizás aún no sepa dónde se ha metido. Y andando por la vida con la guardia baja, corre el riesgo de auto sabotearse. “Si gano, nadie puede decirme nada”, es su justificación. Pero no es así. Ganando o perdiendo, una idiotez es una idiotez, una falta de respeto es una falta de respeto y una fanfarronada es una fanfarronada. Jugar como los dioses no repara cosas que están en otra escala.
Creo en la inteligencia de estos superdotados. Pero alguien debe decirle que con 18 años no es necesario ir tan rápido por la vida. Que el fútbol es generoso con los jugadores de un talento superior, pero te pide cosas a cambio. Algunas difíciles. Por ejemplo, puede decirte: “Entrégame tu adolescencia”. También la fama es tentadora, pero puede decirte: “Entrégame tu vida privada”. Son precios a pagar por ser lo que le gustaría ser a cientos de millones de chicos de la edad de Lamine. Sería injusto quejarse de un privilegio así.
Hay cruces de caminos peligrosos que enseñan a entender. El último Clásico fue uno de ellos, caja de resonancia de magnitud mundial. Lamine no necesitó jugar bien para erigirse en el gran protagonista del partido. Unas declaraciones hechas en tono de broma en casa de “amigos” convirtieron el Bernabéu en una olla a presión de 80.000 ofendidos. Colegas que lo acusaron de irrespetuoso, aficionados que se le tiraron a la yugular, ambiente emocionalmente explosivo que condicionó su juego y el del equipo. El precio de ser el mejor no es barato.
La altísima emotividad elevó el juego del Madrid, al tiempo que deprimió al de Lamine y al del Barça. Por tres palabritas de nada, dirán quienes lo protegen. Pero no se trata de lo que dijo, sino de quién lo dijo. Y lo dijo nada menos que Lamine Yamal, un super crack que está aprendiendo a serlo.
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