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FÚTBOL
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La lógica (aberrante) de jugar en Miami

A nadie importa el aficionado y los argumentos utilizados para despreciar la posibilidad de emigrar a los EE UU nada tienen que ver con la experiencia compartida, sino con la caja registradora

Ayoze Pérez, a la izquierda, marca para el Villarreal en el partido de Liga del curso pasado contra el Barcelona
Rafa Cabeleira

Que LaLiga se plantee jugar un partido oficial del campeonato en Miami podría parecernos una aberración, seguramente porque lo es. Pero también es un paso consecuente si atendemos a los precedentes. Sin grandes aspavientos de ninguno de sus actores, nuestro fútbol ha ido vendiendo, en los últimos años y al mejor postor, su calendario, sus horarios, alguna competición oficial como la Supercopa y una gran parte de su dignidad y sentido común: ¿por qué no vender, también, la geografía liguera? Desde ese punto de vista puramente comercial que todo lo inunda, el último movimiento de Tebas adquiere una cierta lógica: vamos hacia un Black Friday permanente.

A nadie importa el aficionado —si es que alguna vez importó— y los argumentos utilizados para despreciar la posibilidad de emigrar a los EE UU nada tienen que ver con la experiencia compartida, sino con la caja registradora y una idea bastante peregrina sobre la posible adulteración de la competición. Molesta que esa nueva porción del pastel se reparta entre los bolsillos equivocados, pero no que un aficionado tenga que acudir al estadio un lunes a las nueve de la noche, sin sus hijos, regrese a casa de madrugada y se levante perezoso, en unas pocas horas, porque tiene que ir a trabajar. Y molesta mucho, al parecer, que el partido no se juegue en España, en el templo del equipo local, pero no que las jornadas se diseñen para que en Pekín o en Nueva York puedan disfrutar de los mejores partidos en horarios de máxima audiencia.

El maltrato al aficionado (del que se hace eco Unai Simón y al que ni tan siquiera cita el Real Madrid en su comunicado) viene de lejos y se ha ido perfeccionando casi como un arte. Una localidad en cualquier estadio de Primera División cuesta un ojo de la cara y comprar al niño la nueva camiseta de su equipo puede empujar a muchos padres al abismo de aceptar un segundo trabajo. Eso por no repetirse con el tema de los horarios o la fragmentación de las jornadas, diseñadas a conciencia para alimentar al monstruo de las televisiones, que se las zampa como si fueran animales de engorde. A no mucho tardar, serán esas mismas televisiones las que decidan si los partidos siguen durando 90 minutos o si se estandariza la pausa de hidratación para incluir anuncios. Y nadie protestará, salvo el aficionado, ya ronco de tanto alzar la voz sin que nadie le escuche.

La excusa para todo lo que está por venir será la misma que, hasta ahora, la misma que esgrimen los grandes clubes que abogan por la creación de una Superliga: lógica empresarial y el fútbol como fenómeno global. En este contexto, la aberración de trasladar un partido de Liga allá donde lo aconseje el capital ya no parece tal aberración, sino una oportunidad. El aficionado, al fin y al cabo, no es más que un figurante, y si algo hemos aprendido de la historia del cine es que ciertas profesiones terminan cayendo en desuso: cualquier persona ataviada con una bufanda, o incluso un holograma con la camiseta adecuada, sirve para rellenar un plano. Da igual que los equipos litigantes tengan sus ciudades de origen a miles de kilómetros del estadio donde se celebre el partido. Para lo que ya no sirven los aficionados es para tomar según qué decisiones, por eso el fútbol moderno se ha tomado tantas molestias en que la experiencia resulte igual de distante para todos.

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