Comerse a Mbappé
Sus buenos minutos en Bérgamo atenuaron los ánimos inquisitoriales de quienes llevan varios meses acumulando leña en la plaza del pueblo
Uno tiene la impresión de que existe cierto desencanto con Kylian Mbappé entre la afición del Real Madrid por el mismo motivo que nos marchamos de morros en algunos restaurantes: los largos tiempos de espera. No en vano han sido muchos años de tensos aplazamientos, de promesas de inmediatez que nunca se cumplían, de camareros de la información asegurando que todo se debía a un pequeño retraso en la cocina y que, en nada, apenas cinco minutitos, saldría esa lubina tan bien ensartada en su espeto que acudirían los mejores fotógrafos de los principales medios extranjeros a inmortalizar el momento en que le hincásemos el diente.
Ocurrió, entonces, lo habitual cuando el deseo y las expectativas se envenenan con las manecillas del reloj o las hojas del calendario: que la lubina empezó a parecer salmón del supermercado y que la propia guarnición se comía a la proteína principal. A fin de cuentas, el Madrid venía de ganarlo todo en ausencia de su eterna promesa y pocas cosas distraen tanto al hincha blanco del objetivo que los cambios a mejor. Como en su día ocurrió con Makelele y Zidane, o con Milla y Redondo, las primeras actuaciones del delantero francés desembocaron en una suerte de nostalgia distópica por la que algunos aficionados comenzaron a preguntar por Joselu, de nuevo convencidos en base a los hechos de que cualquier tiempo pasado, por muy estrafalaria que pueda parecer la comparación, fue o debió haber sido mejor.
El fútbol es un deporte donde las certezas se consumen cada ocho horas, como los antibióticos, más todavía en un club que tiene las llaves de la farmacia y se automedica en invierno, camino de la primavera, sin compasión. No arrancaba Mbappé, no se distinguía el futbolista absoluto que reventaba los partidos a martillazos y, de repente, aparecieron los viejos fantasmas que llevan al público del Bernabéu a desconfiar de los dioses. En las tertulias de cafetería se citaba a Eden Hazard para sembrar la desconfianza. O a Gareth Bale, que fue una suerte de decepción a posteriori, pero lo suficientemente trágica como para llevarlo guardado en la cartera en forma de estampita arrugada. El peso de esa camiseta lleva tantísimas décadas devorando a futbolistas de contrastada categoría que en las profundidades de su nuevo estadio debería instalarse un osario para recordar a todos los figurones que no soportaron el chasquido de las pipas que antecede a la catástrofe.
Salió Mbappé baqueteado de Liverpool como nunca lo habíamos visto, retratado en una imagen patas arribas que corrió como la pólvora, en forma de sticker, por los grupos de WhatsApp. Se analizaron sus errores, sus movimientos o la ausencia de ellos, sus gestos tras fallar un penalti y sus pases al contrario cada vez que trataba de armar un contraataque. Y fue así como, casi de repente, comenzaron a cundir el pánico y la indignación. O tal vez la sospecha de que la larga espera había destrozado el suflé que un día se instaló, apetitoso, en el imaginario colectivo del madridismo.
Sus buenos minutos en Bérgamo, acaso los primeros dignos de mención desde que viste la camiseta del Real Madrid, atenuaron los ánimos inquisitoriales de quienes llevan varios meses acumulando leña en la plaza del pueblo. Galopó el búfalo por la pradera rival, marcó un gol de pura clase y se fue lesionado justo cuando los niños de medio mundo corrían a las habitaciones para rescatar su camiseta del armario. Todo ocurre demasiado deprisa en el manicomio del fútbol, por eso nos cuesta tanto aceptar el retraso en un buen restaurante.
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