Ganar es lo de menos, lo difícil es sobrevivir
Mujeres atletas que iban a dejar en el recuerdo sus récords, sus carreras, sus medallas, se van derechas a las esquelas para ser recordadas por ser víctimas, asociadas para siempre al nombre de sus asesinos


Hablemos de Agnes Tirop. Empezó a correr de niña en el valle de Rift de Kenia, séptima de diez hermanos, como tantos atletas africanos: para ir al colegio. Sobre asfalto, tierra y verde, calzada y descalza. En la adolescencia conoció a Ibrahim Rotich, 15 años mayor: empezó a salir con él y el hombre se convirtió en su entrenador. De pronto había un plan: amor, dinero y un hombre mayor negociando las dos cosas. No es una situación inédita. Te llevan los asuntos desde niña, explicó Violeta Cheptoo a Eldiario.es, para que sientan, al crecer, que sin ellos no puedes hacer nada: viajar al extranjero, negociar contratos y carreras, invertir dinero. Tiropo, ilusionada con su embarazo, tuvo que abortar por orden de su marido: la vaca tenía que seguir metiendo dinero en casa. En 2021, ya medallista olímpica, Agnes Tirop tocó techo de la forma más asombrosa que existe en el atletismo: batiendo un récord del mundo. El 12 de septiembre de ese año se convirtió en la mujer más rápida del planeta en recorrer 10.000 metros. Cuatro semanas después, Ibrahim Rotich, su marido y entrenador, la acuchilló hasta la muerte. Después, llamó a los padres de Tirop para decirles que había ocurrido “algo muy malo”. Pasó dos años en prisión y ahora está en libertad esperando juicio. Se mata en poco segundos, pero el castigo, cuando llega, suele tardar años.
Hablemos de Edith Muthoni, una de las mejores atletas de Kenia. La noche antes del asesinato de Agnes Tirop, fue asesinada por su pareja y su garganta abierta por un machete. Lo refiere Alexis Okeowo en un largo reportaje en The New Yorker.
Hablemos de Danaris Muthee Mutua. Keniata nacionalizada en Bahrein. Corredora profesional, maratoniana, ganadora de pruebas internacionales. Seis meses después del asesinato de Agnes Tirop, y en el mismo lugar, Iten, donde se encuentran los campos de entrenamiento de élite, su cuerpo apareció muerto en una casa de alquiler con una almohada en la cara. Su pareja, Eskinder Hailemariam Folie, huyó del país tras el asesinato, se cree que a su país natal, Etiopía.
Hablemos, entonces, de Rebecca Cheptegei, maratoniana ugandesa que compitió hace un mes en los Juegos de París. Vivía en Kenia. Hace unos días, después de volver de la iglesia, discutió con su expareja, que volcó sobre ella cinco litros de gasolina y le prendió fuego. Murió en el hospital días después. Los padres de Cheptegei, sometida a malos tratos y amenazas, habían dado avisos a la policía de que su hija corría peligro. No se movió un dedo. La quemaron viva.
Mujeres atletas que iban a dejar en el recuerdo sus récords, sus carreras, sus medallas, se van derechas a las esquelas para ser recordadas por ser víctimas, asociadas para siempre al nombre de sus asesinos. Mujeres que desde niñas emprendieron las pruebas de larga distancia adaptándose a rutinas infernales y exigencias físicas al límite, descubren de golpe que tras acabar los entrenamientos y las carreras se multiplica el riesgo en casa. En muchos países ganar es lo de menos, a veces pan comido: lo difícil es sobrevivir. No a peligros externos, sino a la gente que vive contigo en tu casa, la gente que quieres. Una violencia tan desatada y persistente que termina filtrándose en todos los ámbitos, en todas las secciones del periódico, también en la de Deportes.
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