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La marabunta blanquiazul invade el campo del Espanyol

Miles de aficionados saltan al terreno de juego con el pitido final para festejar el ascenso con los jugadores

El entrenador del Espanyol, Manolo González, celebra el ascenso con los aficionados
El entrenador del Espanyol, Manolo González, celebra el ascenso con los aficionadosToni Albir (EFE)
Jordi Quixano

Silbó el colegiado el final del encuentro y a los jugadores del Espanyol les duró 10 segundos la felicidad en intimidad, pues de repente una tremenda marabunta se apropió del césped. Nada pudieron hacer los stewards, que momentos antes se las prometían felices y retadores porque hicieron un buen cordón policial alrededor del tapete. “Les habla la policía, manténgase en sus localidades por su seguridad”, bramó la megafonía del Stage Front Stadium antes de que acabara el encuentro para repetir poco después el mensaje. Se escuchó a duras penas por los silbidos y porque policía y fiesta no suelen casar bien, al menos para los incívicos. Y pronto quedó claro que uno no puede contra 100 y que 100 no pueden contra 20.000. Fue la locura hecha realidad, una invasión de campo que en pocos segundos borró cualquier atisbo de verde del tapete. Se avecina una fuerte sanción por parte de LaLiga; una multa que, por una vez, el Espanyol pagará a gusto por más que tenga 60 millones de deuda con Rastar, la empresa del propietario Chen Yangshen.

En un visto y no visto, los jugadores desaparecieron entre los aficionados, engullidos por los abrazos y la dicha de una hinchada que este año las ha pasado canutas, pues el equipo estaba hecho para subir por la vía directa y no lo ha hecho hasta el último suspiro, ya en la final del playoff. De futbolistas pasaron a ser hormigas, alfileres en el pajar de Cornellà. Pero con las botas puestas y el fervor por bandera, la mayoría disfrutó del baño de masas. Ninguno como Keidi Baré, que fue aupado a hombros por los hinchas y que alzó los brazos para regocijo de todos, que después se animó a cantar y contagió a los demás aficionados, que accorralaban a los otros jugadores que quedaban en el campo para alzarles en lo alto de las melés improvisadas.

“¡A Primera oé, a Primera oé!”, se cantaba por un lado. “¡Mágico Espanyol!”, se entonaba en otro de los montículos. “¡Espanyol te quierooo!”, se escuchaba en un tercero, quizá en el que reinaba Puado, el héroe de la final y de los playoffs —ha marcado los tres goles del equipo en las eliminatorias—, ese que ya no podía reprimir el llanto y que ahora cantaba y ahora se enjuagaba las lágrimas, ese que se empequeñeció durante partes del curso por las críticas ante su falta de puntería; ese que se hizo gigante.

“Esto era vivir o morir”, reconoció el director deportivo del Espanyol, Fran Garagarza, como si le echara un capote de comprensión y razón a Puado; “si no se logran los objetivos sufres mucho, pero estaremos en Primera. Así que si el sufrimiento es para tener éxito, bienvenido sea”. Un éxito del que tiene buena culpa el técnico Manolo González, que también cayó en la red de la marabunta, pues fue manteado por la hinchada, un reconocimiento del que pocos entrenadores disfrutan, siempre en la picota por la urgencia de los resultados. Un halago que, sin embargo, no se sabe si le dará para llevar al equipo en Primera, interino ante la debacle en el banquillo durante el curso —se despidió a Luis García y a Ramis—, aunque triunfador con el ascenso al contar solo con una pifia en 20 duelos. “No sé si seguiré porque no depende de mí. Esto es cosa de dos”, resolvió en medio de la locura.

Costó sudores sofocar el fanatismo, al punto de que los jugadores no regresaron de inicio al césped como estaba estipulado para participar en comunión de los festejos y la algarabía, de un ascenso necesario para la supervivencia del club. Pero sí que fueron al palco, ya con el estadio casi vacío, para participar de la felicidad común. “Hemos luchado, hemos vuelto”, se leía en las camisetas que se pusieron los futbolistas para el festejo, aunque desde el club dijeron que no había nada previsto para no gafar la tentativa. Pasados los minutos, ya casi sin gente en las gradas, sí que regresaron al césped, algunos con cerveza en la mano y otros sin camiseta, como era el caso del técnico, que no tenía freno para la felicidad, que se ganaba las risas de sus jugadores. Aunque ninguno más feliz que Puado, el centro de las canciones periquitas. Un festival, un alivio. Aunque también momento, por extraño que parezca, para sacar facturas pendientes. “No sé si seguiré. El club me hizo una oferta de renovación hace unos días, pero fue una falta de respeto. No confían en mí”, resolvió Braithwaite, Pichichi de Segunda con 22 tantos; “he trabajado duro para dejar al Espanyol en Primera y ahora estoy libre. Veremos qué pasa en los próximos días”. La afición fue diáfana: “¡Martin quédate, Martin quédate, Martin quédateeee!”, le cantaron con devoción.

“¡Somos de Primera!”, gritó Sergi Gómez, ya micro en mano. “¡Somos una familia, força Espanyol siempre!”, se sumó Baldé. “Esto es mérito vuestro”, dijo Gragera. “No merecíais estar en Segunda”, siguió Melamed, que lloró porque era una despedida, camino del Almería. Después mantearon al técnico y pidieron entre cánticos que se quedara. “¡Es culé el que no bote, eh, eh!”, se animó el entrenador en un recuerdo al equipo archienemigo. Pero todo eso no lo escuchó Yangshen desde China, ausente en el club desde hace dos años.

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