Jude 91
Con el estadio subido al caballo de las remontadas y el Barcelona semiextraviado, el Madrid apuñaló la Liga en el descuento y le sacó el corazón


En el segundo anfiteatro del Bernabéu hay un hombre que, cuando el centro del campo del Madrid coge el balón, se levanta e indica con el brazo por donde dirigir el juego. “¡Está solo Lucas!”, y Kroos la suelta a Lucas Vázquez, que la pedía en la derecha. De repente, Rüdiger no tiene salida de balón y este hombre, con las mejillas coloradas, se levanta y grita desde arriba del estadio, agitando las manos, dónde debe enviarla. El alemán le hace caso. Hay 15 o 20 minutos en los que las acciones del Madrid obedecen a la perfección a las instrucciones de un hombre alcoholizado pero con las ideas claras respecto al juego, que, sin embargo, no triunfa: con él al mando, el equipo no encuentra soluciones.
El Madrid está claramente espeso, cansado y sobreapático; el Madrid tiene la enfermedad de la nostalgia, una apatía sofisticada que le asalta después de cada gran triunfo. Ya nada, para ellos, tiene el brillo, la intensidad y el vértigo de aquellos días de combates en Mánchester. Prueba de ello es que el City tiró 800 córners con el mejor arsenal centrador y rematador de Europa y no rascó nada; el Barcelona, en el primero, marcó un gol. Cositas que dicen más de la mente que del juego, porque dentro del área estaban casi los mismos que en Mánchester.
Sobre el minuto 30 el Madrid deja de hacer caso al hombre del segundo anfiteatro, o de eso se queja él con aspavientos enfurecidos. Le ha dicho a Modric que abra a su izquierda y Modric ha pasado de él, y la ha tocado en corto a su espalda. Para entonces, y después se confirmará, el partido ya está dentro de la historia de los peores clásicos jugados y por jugar. El Madrid con el 0-1 se despierta un poco. Es probable que los jugadores hayan decidido prestar atención a otro aficionado. En el milagro del fútbol pasan cosas así. Basta que te levantes para ir al baño para que el rival marque un gol y lo achaques a tu próstata; “no debí ir a mear, tuve que aguantar, no puedo dejarlos nunca solos”, se lamenta una aficionada sentada a dos asientos del hombre que un día entrenó al Madrid en un clásico 20 minutos.
¿El partido? No da para nada. Al Madrid le sobraba un duelo contra el Barcelona después de la paliza y las revoluciones emocionales contra el City y al Barcelona un duelo contra el Madrid después de una eliminación europea y un éxito de su rival eterno. Pero el calendario es diabólico y los dos, frente a frente, no saben qué hacer el uno contra el otro. Hasta el gol de Fermín, protagonista inopinado; 1-2, sopapo de realidad en el estadio y en el campo. El entrenador improvisado tomó en el descanso la copa de oro, esa copa que termina con tus habilidades técnicas y vocales, y está en modo Maradona Rusia 2018, cuando acabó intubado.
Pero el Madrid ha despertado. Quizá por la celebración de Fermín, que ha enervado al Bernabéu, quizá porque hasta los hombres cansados tienen al fondo de ese cansancio suyo el canto del cisne de las ganas, la voluntad última que se puede depositar en un papel o en una portería. Golazo de Lucas Vázquez (un día hay que hablar de Lucas Vázquez) a pase bestial (otro) de Vinicius (otro día habrá que hablar de las asistencias decisivas de Vinicius). Y con el estadio subido al caballo de las remontadas y el Barcelona semiextraviado, el Madrid apuñaló la Liga en el descuento y le sacó el corazón; el mismo que la apuñaló en Barcelona en un minuto parecido, Jude Bellingham. Golazo de equipo y locura final. No había para entonces nadie que ordenase nada en el Bernabéu; al Madrid lo entrena el destino y ese siempre espera a escribirse al final. Casi siempre en la misma dirección.
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