Finales de sangre blanca
El Madrid acabó moviendo la pelota con indiferencia aristocrática y sin querer marcar el quinto, que a veces es más humillante que marcar seis
Una hora antes de que empezase el partido, en el Teatro Circo Price de Madrid, J de Los Planetas sacaba a su banda para homenajear a Iván Zulueta: grabaciones del cineasta en pantalla grande, la banda tocando de espaldas al público y de cara a las imágenes ajena a aplausos y ovaciones.
El experimento, así se llama, funciona. A J. Pero no al Barça, que salió a la final de la Supercopa de espaldas a sus delanteros, con la línea adelantadísima formando una especie de frontera irregular como cuando en el ajedrez se adelanta un peón y otro no (el que no, casi siempre Koundé): en esa frontera, ensayando desmarques criminales, se lo pasaron como niños Rodrygo y Vinicius. Se discutió si Vinicius estaba al 100% para jugar una final después del parón por lesión, por qué no Brahim que anda jugando encima de un caballo, y Vinicius tardó seis minutos en abrir la jaula de los galgos y presentarse delante de Iñaki Peña para echarlo a los suelos y marcar a puerta vacía. Es impresionante la velocidad a la que echa la pelota por delante y llega él detrás. Es tanta la velocidad que le basta cambiar la mirada para desparramar por el campo al portero. Quizá sí: quizá no estaba al 100% y estaba al 130%.
El partido, la final de vergüenza que la Federación se ha llevado a Arabia para venderles blanqueamiento del destrozo de derechos humanos en ese país por unas propinas buenas, se rompió al momento en que Jude Bellingham recibió el balón en el centro del campo; sin necesidad de levantar la cabeza, de hecho de espaldas como J. Bellingham se puso de costado y lanzó con el exterior una llave a Vinicius que era la llave del título. Repitió poco después carrera el brasileño pero esta vez para acompañar a Rodrygo. La defensa del Barcelona seguía de espaldas y el Madrid entendió que eran los minutos de la indulgencia; no le pasa sólo con el Barça, y es curioso que un equipo que sepa perfectamente que puede ganar un partido que pierde 2-0 en el minuto 89, crea tenerlo ganado con un 2-0 en el 15. Afortunadamente para los blancos marcó el Barcelona y el Madrid recuperó la pelota, las ganas y el gol. El Madrid es un rifle, un arma fenomenal que respira agitada en minutos delicados y se engrasa de manera automática. Hasta Brahim, jugador con hechuras de hacer época si le dejan, se sentó en el banquillo; cuando salió hizo una jugada que casi termina en gol y en monumento después de hacer un recorte en el área que dejó el césped como un campo de cosecha.
Acabó la final el Madrid con posesión de balón, es decir, sin dejarle siquiera oxígeno al Barcelona; movió la pelota con indiferencia aristocrática y sin querer marcar el quinto, que a veces es más humillante que marcar seis. Ese momento en que no se quiere hacer sangre, los minutos del banquillo pidiendo calma y los jugadores haciendo rondos esperando a que el árbitro mire el reloj. Todo ello mientras en el Barcelona agradecían que les hubiesen quitado el balón y perdonada la manita. Y esos minutos, que no son minutos de basura sino minutos de no hacer daño, definen una época, la blanca, los muchachos de las finales de los últimos diez años, una década ya desde Lisboa y parecen que aún no salieron de allí.
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