El salto
Hay pocas superficies más infernales y alegres que la nieve, y pocos deportes menos agradecidos y más estéticos
Del mismo modo que hay gente que espera en Navidad la iluminación de sus ciudades, para ejercer sobre ella la crítica sosegada e inteligente (críticos de guirnaldas), el reencuentro con sus familiares (del que se sale a menudo con antecedentes), el sorteo del Gordo o el concierto de Año Nuevo, mi equipo está con los que se ponen delante de la televisión para ver el campeonato de saltos. Los saltos de esquí, sus acrobacias, el momento en el que el esquiador parece detenerse en el aire como si fuese un astronauta, es el momento en el que uno sabe que el tiempo avanza, que ha aparecido por fin un nuevo año: es un espectáculo hipnótico. Esta pasión mía tiene una dulce particularidad: no sólo no tengo idea de saltos, sino que no podría decir el nombre de un saltador. Son, en mi imaginario, personajes de ficción, atletas espectrales sin identidad. Y sin embargo, ¿cuántas horas puede pasarse uno el primer día del año viendo, pasmado, a toda esa gente saltando, lanzados a los cielos como dagas? Y ahí está la potencia más desconocida de ciertos deportes, de ciertos atletas: la capacidad que tienen para atrapar a alguien a quien le interesa poco el fútbol —en el caso de ver jugar, incluso trotar, a Zidane— o los saltos de esquí. La mejor muestra de que la belleza no necesita nada más que unos minutos, ni siquiera que te guste el deporte en el que se produce.
Mi único contacto con las estaciones de esquí ocurrió hace quince años cuando, sin saberlo, me precipité por una pista roja creyéndola de niños, una pista con la que bajar en casita. En cuanto cogí velocidad me desequilibré, alcé los brazos violentamente y levanté un esquí, que sólo volví a posar para dejarlo paralelo al otro. Era la señal que media estación estaba esperando. Alcancé tal velocidad de crucero que casi se me saltan los ojos. Fui repasando uno a uno a los que iban delante, que estuvieron flipándolo y alguno hasta se paró llevándose las manos a la cabeza porque me habían visto una hora antes bajando a rolos la pista de los niños. Tenía el corazón a tantas pulsaciones que cerré los ojos y puse la mente en blanco: aquella hostia iba a ser infinita, y de tanto que la estaba viendo venir temí morir antes de un infarto, como los que se precipitan ventana abajo. Fui dejando una estela de terror durante doscientos metros, y cuando empecé a transparentar de lo blanco que iba saltó un esquí por los aires, luego el otro, finalmente la mochila y empecé a rodar con los brazos en alto en posición de aleluya, trasteado en una carrera imparable. Acabé de bruces rodeado de esquiadores experimentados que me preguntaban unos si estaba bien y otros si estaba loco, y al rato aparecieron allí dos amigos angustiados porque habían visto la mochila sola tirada en la nieve mientras bajaban, como esos montañeros desgraciados que contabilizan la ropa suelta como cadáveres.
Vi esta semana La sociedad de la nieve, una película mayor y para mayores, quizá la más grande historia de hasta dónde puede llegar el ser humano, también biológicamente, para seguir viviendo. Hay en ese infierno de los pasajeros uruguayos atrapados en el invierno de los Andes una escena, de las pocas, divertida: cuando tres de los chicos bajan una pendiente subidos a un trozo del fuselaje, como si hiciesen snow, y se van desperdigando uno a uno en la montaña. Hay pocas superficies más infernales y alegres que la nieve, y pocos deportes menos agradecidos y más estéticos.
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