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Pogacar gana en Isola 2000 su cuarta etapa y sentencia definitivamente el Tour de Francia

El esloveno llega en solitario a meta de la primera jornada alpina y aumenta su ventaja sobre Vingegaard y Evenepoel en la general

Pogacar Tour de Francia
Tadej Pogacar, durante la etapa de este viernes en el Tour.Stephane Mahe (REUTERS)
Carlos Arribas

Nada más cruzar la línea de meta, Jonas Vingegaard alarga su mano izquierda y busca la derecha de Remco Evenepoel, unos centímetros por delante. Los humanos, felices, se dan la mano. Vingegaard luego se deja querer por su amor, Trine, que lo abraza y lo arropa y luego le deja que se derrumbe exhausto sobre la bici, y que con grandes suspiros espasmódicos recupere la respiración.

El hombre de otro tiempo, él, se bebe una botellita de agua de un trago. Ni un gesto de fatiga en su rostro sereno, ni una gota de sudor, casi una sonrisa.

Es Tadej Pogacar. Ha llegado a la meta el primero, 1m 42s antes que sus compañeros de podio, a los que aventaja en cinco y en siete minutos en la general, respectivamente. El Tour no ha acabado. No quiere el esloveno que acabe. Necesita dos días más de etapas en su jardín, tan cerca de su Montecarlo, para festejar la apoteosis de su tercer Tour después de dos años derrotado por Jonas Vingegaard con más fuegos artificiales atómicos: ha ganado ya cuatro etapas, no le importaría ganar seis. “Un Tour lo perdí porque me equivoqué siguiendo los ataques de Roglic y Vingegaard [Galibier 2021], el otro porque lo corrí con la muñeca medio rota y una férula”, dice. “Vuelvo a ser el viejo yo, y todavía mejor”.

Así habló Pogacar. El nuevo Pogacar. Otra dimensión.

Richard Carapaz mira hacia arriba y sí distingue la Cima de la Bonette, la montaña misteriosa cuyo cuello picudo rodea a 2.802 metros de altitud, y cuando lo hace se siente en casa, en la altura de su Carmelo, el pueblo del Carchi, 2.830 metros, en su Ecuador, en su vida cuando se levantaba a las cinco de la mañana para ordeñar las vacas de su abuelo. En la altura, donde otros encuentran monóxido él la goza con el oxígeno, su cuerpo habituado, sus vasos sanguíneos eficientes como las cañerías de riego por goteo. Cada gota de sangre es la vida, un tesoro en el ciclismo antiguo, que es el que interpreta como nadie el campeón olímpico. Puntúa el primero en la Cima. Suma 40 puntos. De repente es el rey de la montaña, como ya lo fue hace cuatro años. Una etapa de desgaste, como las de antes, como la de Miguel Indurain en el mismo territorio hace 31 años, cuando al final, en el sprint, levantó el pie y la cabeza y casi las manos para que le ganara Tony Rominger. Y no necesitaba más.

Después de 18 días de vidas breves e intensas, al ritmo de los vatios incontables de Tadej Pogacar, el día 19º, el de la travesía anibalesca de los grandes Alpes, desde la frontera con Piamonte hasta el mar, Vars, Bonette, Isola 2000, el Tour parece recobrar la cordura. Escaladores en fuga, líderes dejando a su equipo tranquilo la labor de evitar el descontrol. Que trabajen todos. Todos a rueda. Duro pedaleo. Desfallecimientos. Sobresaltos. Búsqueda del día imposible. Para cumplir el sueño de una existencia. El alimento de los ciclistas del pelotón. El combustible del corazón de Matteo Jorgenson, el lugarteniente de Jonas Vingegaard, que obtiene libertad de su jefe para ir a buscar una victoria de etapa grande. El de Carapaz, el escalador ágil de los lunares.

Hay momentos, unos segundos no más, inesperados, un sobresalto, en los que el mecanismo de la existencia se revela, así, claro, meridiano, ante los ojos. Se ha cubierto solo un tercio de la ascensión a los 2.000 metros de Isola 2000, el tramo más empinado del viejo col de la Lombarda, que no es una verdura morada en los confines del Piamonte, sino un mal viento. Delante, con 2m 45s, se acerca a la victoria Jorgenson. Le persiguen Simon Yates y Richard Carapaz. El ciclismo de otro tiempo. Nada más pasar bajo la pancarta que anuncia que faltan 10 kilómetros para la meta, se pone de pie y acelera más aún Adam Yates, que ha ido tirando en un crescendo de Bolero de Ravel del cada vez menor grupo de su Tadej. Ya se ha descolgado Carlos Rodríguez, ya se agarra con los dientes Mikel Landa, ya jadean Remco y Jonas. Ya ataca Pogacar, de amarillo. Ese es el momento. Como en el 2001 de Kubrick, Yates y los demás son los homínidos que lanzan al aire el hueso que, en una transición supersónica se transforma, y suena Strauss, en una nave espacial orbitando un planeta extraño. La nave es amarilla, y brilla en ella una sonrisa clara, y un mechón rubio sobresale por las rendijas de un casco amarillo. La ilusión del viejo ciclismo se desvanece. Los demás pedalean. Él flota sobre la carretera áspera, como si del oxígeno escaso de las alturas extrajera helio. La etapa avanzaba en progresión aritmética, de pocos en pocos, atrás, adelante. Pogacar devora el tiempo en progresión geométrica. Evenepoel y Vingegaard, y Landa echa una mano, se protegen recíprocamente, Cada uno busca su espacio. Es el juego de la cuenta atrás. Los 2.45 de Jorgenson, el 1.45 un kilómetro más tarde; 45s a cinco kilómetros. 10s, a 2,5 kilómetros. Pogacar está en otra dimensión. A dos kilómetros ya esta solo, delante. “Necesitaba hacerlo. Los Visma han estado todo el día dándonos duro. Han hecho trabajar mucho a mi equipo. Tenía que hacerlo por ellos. Sabía que podía hacerlo. Conozco este puerto mejor que mi casa. Lo habré subido 15 veces en dos semanas, cuando estuve aquí concentrado tras el Giro”, se explica. Y sonríe. “Y de verdad, siento mucho respeto por Jonas. No podría desear un rival mejor. Creo que, como, Jonas, más o menos, Remco llega para formar una época dorada del ciclismo. Y estoy disfrutando de estas batallas entre unos y otros. Y también estoy disfrutando viendo las carreras cuando no estoy allí, cuando otros competidores están allí. Y esto también me motiva”.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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