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Pogacar será coronado campeón del Giro de Italia el domingo tras ganar en Bassano su sexta etapa

Con su triunfo en Bassano, el esloveno iguala un récord de Eddy Merck y logra sobre el segundo en la general, Dani Martínez la mayor ventaja desde 1965 (9m 56s)

Pogacar Giro de Italia
Pogacar cruza la línea de meta saludando a la afición que le aclama.Gian Mattia D'Alberto / LaPresse (LAPRESSE)
Carlos Arribas

Merckx ganó cinco etapas de rosa, el récord, en el Giro del 73. Pogacar, con su sexta victoria en este Giro, sábado en Bassano del Grappa, la quinta como líder, le iguala. Cinco de rosa --Perugia, Prati de Tivo, Livigno, Santa Cristina y Bassano--, una de blanco UAE, en Oropa. Y el domingo, la coronación ante el Coliseo de Roma.

Se deja ir en la última recta y por 4s no alcanza una ventaja de 10 minutos sobre el segundo clasificado en la general, el colombiano Daniel Felipe Martínez, el príncipe de Soacha. Pese a ello, los 9m 56s que le saca son la mayor ventaja de los últimos 59 años (en 1965, Vittorio Adorni aventajó en 11m 26s a Italo Zilioli). Ni Anquetil ni Merckx ni Hinault ni Indurain ni ninguno de los grandes campeones de la historia, solo Fausto Coppi en la posguerra inmediata, habían ganado el Giro con tal dominio.

Imperio austrohúngaro. Trincheras. Jóvenes italianos y eslovenos a un lado y otro. Hace un siglo, unos mataban a otros. Rivales deportivos en el Giro del 14, en el Tour, cuando la miseria era tan grande que, el hambre, que los ciclistas acuñaron la expresión “tengo las rótulas como los huesos de un esqueleto”. Enemigos en el campo de batalla del 15. Se paralizan el Tour, el Giro, para que triunfe la guerra verdadera. Decenas de miles de huesos de miles de soldados amontonados en osarios gigantescos. Isonzo. Batallas inútiles. Estúpidas. Y los cráteres de las bombas, los explosivos, las trincheras, barro, tierra yerma, desfiguraron la obra de la naturaleza, millones de años, los Dolomitas avanzando como un bulldozer hacia las llanuras del Po, y levantando las rocas calizas, sedimentarias. Monte Grappa. Colinas de Prosecco. La llanura de Treviso, la tierra de Pinarello. Pogacar contra el sol que le quema la piel de bebé. Lo señala y se lamenta. Picor, prurito. Toallitas del coche médico. Calma y teatro. Más gozarán los aficionados su retorno. El artificio del ciclismo, del deporte de competición, frente a la historia. Los que se mataban hace un siglo se abrazan y se esprintan. Las banderas naranjas, y las ikurriñas, tiñen los Pirineos, los Alpes fronterizos son eslovenos. Blanco, azul, rojo, agitados al viento. La afición que no existía se multiplica por miles. Más que a Doncic, tan fabuloso, tan lejano, se ama a Pogacar, tan niño, tan cercano.

Seis millones al año con el UAE. Contrato vitalicio y una cláusula de rescisión de 150 millones de euros.

Y Pelayo. Más allá de sí mismo. Pelayo como Nairo en 2014, una M en cabeza en el monte Grappa. Desde Semonzo para arriba, 18 kilómetros, descenso y vuelta a empezar. Dos veces y el descenso final. Más de 30 kilómetros harta el río Brenta. A la pasión responde el UAE con la razón. Oliveira, Molano, Langen, Bjerg, Grossschartner, Novak, Majka. El pelotón, diezmado, a rueda. Todo está bajo control. Todo medido desde diciembre. Los kilómetros, minutos y segundos que cada ciclista estará al frente. Ciclismo científico y el corazón de Pogacar, rosa. La grandeza del campeón. “Hemos sido muy conservadores con el equipo”, dice el líder intocable después de la etapa de reposo en Sappada. “Nadie gastó demasiada energía y el Monte Grappa, sí, es el último día de este Giro para nosotros los escaladores. Va a ser una etapa muy, muy bonita para nosotros, para los eslovenos aquí. Por supuesto que sueño con llegar solo. La mejor victoria es llegar en solitario, pero nunca se sabe lo que puede salir. Tal vez, sí, tal vez alguien sea más fuerte que yo, pero lo intentaremos de todos modos”. Nadie rechista. Felices todos de acabar vivos. Soldados alpinos en formación en las cunetas, el sombrerito con la pluma, destilerías de aguardiente, grappa barricata, regaliz, y el puente de madera que cruzaba Hemingway, conductor de ambulancias en la guerra mientras en la cabeza le perturban unos zapatitos de niño sin estrenar.

Grandeza. Antes tiene que acabar con Pellizzari, trascendido. El Scarponi que quiere ser Pogacar y asciende ligero controlando el ordenador. Vatios. Pulsaciones. Frecuencia de pedalada. Velocidad Pendiente. Conoce el estado de su motor. Sabe la gasolina que le queda. Calcula y acelera más. Va sin cadena. Las gafas rosas, la maglia rosa sudada, en casa de su hermano, feliz. Su compañero Tonelli le ha guiado en el primer descenso. Luego, a 50 de meta, muere. Tres kilómetros después cede Pelayo. Solo, delante, Pellizzari. Cuenta con más de 2m 30s de ventaja. Delante, el enigma, el vacío, tierra ignota para un ciclista debutante, 20 años. Detrás, la armada UAE. Pogacar acelera a los suyos. A 41 kilómetros le dice a Grossschartner que lo deje, que no va lo suficientemente rápido. Le sustituye Novak, su amigo esloveno, que se deja el alma. 1m 45s a 40 kilómetros. A 37 kilómetros, 1m 15s de desventaja. Entra Majka, el amigo polaco. El lugarteniente fiel como Yáñez lo fue de Sandokan. A su rueda, el pelotón ha desaparecido. Resisten solo los colombianos, Dani Martínez y Einer Rubio, y Antonio Tiberi. Segundo, octavo y quinto en la general.

Después de la lluvia, los pinos cantan. Los robles. Olor de tierra húmeda al sol. Un duelo desigual y por eso hermoso. Pogacar le pide a Majka que acelere más. Quiere irse ya a por Pellizzari, a por el mano a mano. A 36 kilómetros, para cumplir lo que estaba escrito, el esloveno de rosa se levanta del sillín, acelera fluido los pedales con las bielas tan cortas, 165 milímetros, tan ágiles, para llevar la contraria a las modas. Movimiento rítmico de hombros. Y se va. Pellizzari está a 48s. Falso llano entre praderas. Bronca al aficionado que le empuja. Solo entonces la adrenalina le desborda, brota como los mechones rebeldes, guerreros, entre las rendijas de su casco rosa. 500 metros más allá ya tiene a su vista, a su alcance, a Pellizzari, heroico. Mueve todo su cuerpo queriendo mover la bicicleta atada al suelo por la fuerza de la gravedad y solo avanza casi haciendo eses. Ha ido más allá de sí mismo. De sus cálculos. Ha alcanzado su gloria. Cuando le pasa, con dulzura, Pogacar le saluda, le sonríe. Le felicita. Le invita a seguirle. Quedan cuatro kilómetros de ascensión. En tan hermosa compañía, Pellizzari, el más valiente de los humanos, resiste un kilómetro. Pogacar de rosa de la punta de los pies a la punta del casco, y la bici también es rosa, alcanza el éxtasis. El último botellín, el último gel adherido, que le entrega un auxiliar, en la cuneta a 20 de meta, en el repecho del Pianaro que rompe el descenso unos hectómetros, se lo traspasa directamente a un niño que corre alegre a su lado. Se olvida de sí mismo, de su sed, de su hambre. Se entrega a todos. Entra en Bassano, desbordante, saludando al pueblo que le aclama. Banderas de la Palestina mártir, bañeras arcoíris de Pace. Transforma la etapa más dura en un paseo de gloria. Un pasillo en su honor. Es el campeón de todos. Detrás, los proletarios del pedal sudan.

Ante los primeros micrófonos, a Pogacar le da un ataque de timidez. “No sé por qué era tan importante para mí ganar esta etapa”, confiesa. “Llevo con la maglia rosa desde el segundo día, con todas las obligaciones que ello conlleva. Diremos que ha sido un ensayo para el verano [el Tour, claro]. Quería terminar el Giro con buena mentalidad, en buena forma. Y creo que lo he conseguido”. Y sonríe.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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