Masacre en el volcán
La pareja eslovena Roglic-Pogacar ataca unida en el Pas de Peyrol y distancia a Egan y demás colombianos en una etapa ganada por su compatriota Dani Martínez
“Más esloveno que colombiano, ¿no?”, casi ironiza Roglic, quien abre tan poco la boca cuando habla como cuando pedalea, que parece que no respira ni en el Pas de Peyrol, vertical y cruel, y tampoco su amigo esloveno Pogacar, mientras a su espalda, dejados a su suerte, uno a uno, todos los demás favoritos del Tour se arrastran y ruegan que los dos últimos kilómetros se acaben de una vez, y su sufrimiento.
A Roglic le enseñan la general después de la batalla, dos eslovenos por delante y cuatro colombianos por detrás, seis (Roglic, Pogacar, Egan, Rigo, Nairo y Superman en minuto y medio), y le preguntan casi estúpidamente si el día fue más esloveno o más colombiano (y uno de allí, Dani Martínez, el guerrero tierno de Soacha, y su perilla a lo Alaphilippe a lo mosquetero, ha ganado la etapa, y la celebra haciendo un corazón con sus manos, tan lindas, y lanzando un beso amoroso al aire, a su hijo Isaac, que cumple dos años), y la respuesta es clara.
Los franceses han desaparecido. Los españoles aguantan como pueden la rueda de los demás. Landa sigue ahí, Mas continúa su maduración lenta. Bardet se cae y desaparece. Guillaume se agota. Más que una etapa del Tour se ha vivido una lucha cultural entre dos vidas, dos ciclismos, eficiencia y bruticie europeas, frialdad de espíritu, control y cálculo, potencia de sprinters en la escalada, frente a la clase, la elegancia escaladora, natural, de los colombianos, ligeros, alados, que en estado de gracia parece como si volaran. Un cambio de régimen en perspectiva que no parecen poder desmentir Egan, el ganador del año anterior, que ha mostrado debilidad y una boca grande intentando comerse el aire, y habían sido justamente sus granaderos los que habían acelerado en el muro de Neronne, el paso previo a la cumbre del Puy Mary, preparando un ataque de su líder abortado por un pase de control de la banana mecánica de Roglic, Dumoulin y Kuss al frente, y un brutal cambio de ritmo de Pogacar a dos kilómetros del final que a nadie dejó indiferente.
Al salir hacia el calvario pasan rozando el Puy de Dôme, el pico de su cono perfecto ahí al lado, tan cerquita que casi lo pueden tocar alargando la mano cuando coronan el Col de Ceyssat, y huele a Tour antiguo. El sol pega duro en la cima de los volcanes que lo salpican todo y huele a Geminiani, que envejece lentamente (y ya ha cumplido 95 años) en un asilo a la salida de Clermont Ferrand, el cerebro lúcido y whisky sin moderación, como siempre, solo a partir de las 11 de la mañana, y también es el terreno de Julio Jiménez, el escalador dulce y tímido de Ávila, que compartió días con Geminiani, y quizás todo ello le llegue a Marc Soler, aprendiz de Tour y de su historia, que se vacía en la subida para entrar en la fuga, y seguro que le habrán contado también que hace ya casi 40 años también había novatos casi niños que se acercaban al Tour sin respeto, con apetito, con la necesidad de devorarlo todo ya, como los Pogacar de ahora, y que allí en el Puy de Dôme, Arroyo y Perico, debutantes, quedaron primero y segundo en una cronoescalada en el 83, y que aquel Tour lo ganó Fignon, un debutante de 22 años.
El aroma de Geminiani --sus opiniones, su forma de pelear como ciclista, su manera de dirigir a Anquetil, sus gestos-- es a azufre volcánico y acelera el alma guerrera de todos los ciclistas que convierten el recorrido más duro de todo el Tour, más de 4.000 metros de desnivel en carreteras pegajosas, y siempre un repecho va detrás de otro repecho, en el escenario de una masacre a la que el pelotón se lanza parece que feliz y generoso, como los primeros mártires cristianos, a toda velocidad: 191 kilómetros de montaña a 38 de media.
Nairo vuelve a caerse, y con él Bardet, y la caída del maestro de los colombianos y de la esperanza francesa siempre, anuncian de qué irá la batalla. Pasada las 10 de la noche del viernes, el Ag2r anunció que Bardet, 11º en la general, a 3m de Roglic, no saldrá el sábado. El ciclista, que sufrió una conmoción cerebral en la caída, pasó un escáner cerebral en el hospital de Clermont Ferrand y los médicos decidieron que era peligroso que continuara. Segundo en el Tour de 2016, tercero en el de 2017, Bardet es, junto a su coetáneo Pinot, también caído, un clásico en los pronósticos que buscan un ganador francés del Tour, lo que ninguno consigue desde 1985. Su caída se ha producido justamente en la etapa que recorría sus lugares de infancia en el Averno y acababa cerca de Murat, el pueblo de su padre.
La generosidad mata a Soler, voluntad sin filtro para llegar, para controlar todos los movimientos en el grupo de 17 –y muchos de entre ellos, como Dani Martínez, Schachmann, Alaphilippe, tienen un mayordomo que les hace el trabajo duro, que les acerca a los acelerones, que tiran por ellos-- del que saldrá el ganador de la etapa de los volcanes y del Cantal, todo prados húmedos, jugosos, como aquellos pastos con los que soñaban las noches de travesía del desierto los colonos de las caravanas en las películas del Oeste, los prados donde Buffalo Bill exterminó a los búfalos para alimentar la colonización del ferrocarril y mató de hambre a las tribus nativas, condenadas ad eternum a una camino de lágrimas. Y es irónico y hermoso que sea Neilson Powless, un ciclista indio de la nación Oneida, una de las grandes tribus de iroqueses, sea quien guíe a la fuga y al pelotón en el territorio de los pastos verdes verdes que alimentan a las vacas rojas que dicen Salers, y son primas de las retintas españolas, y llegaron al fin de Francia arrastrando los carros de los íberos conquistadores. No tienen vértigo y son magníficas escaladoras, y los ciclistas intentan imitarlas en sus campos, invasores de su calma.
Con todos los de la fuga puede Dani Martínez, que ni es un joven que se coma el Tour a grandes bocados ni un veterano retorcido, sino un joven que lo ha vivido todo muy deprisa: debutó en el Giro con 20 años recién cumplidos y, a los 24, ya corre su segundo Tour dos semanas después de ganar la Dauphiné. Tiene un hijo al que siempre le recordarán cuánto le quiere su padre. Y su victoria calmará un poco el dolor de un país, el pesimismo de un pueblo, con razones siempre para sentirse herido.
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