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Ni aun descansando, Pogacar deja de ganar etapas en el Giro de Italia

El esloveno con la ‘maglia’ rosa consigue su quinta victoria parcial en el Monte Pana, al final de un recorrido recortado por la lluvia, la nieve y el frío

Pogacar Giro de Italia
Pogacar cruza la línea de meta en el Monte Pana señalando con la mano abierta las cinco victorias de etapa en su contador.LUCA ZENNARO (EFE)
Carlos Arribas

La quinta victoria de etapa de Tadej Pogacar llegó en el día en el que el pelotón dijo basta, un cambio de época.

Puede que en su vocación, en su deseo de ser ciclista profesional y correr el Giro, el Tour, ser grande, cuando niño, las imágenes de otra época, de sus mitos desafiando a la nieve en el Monte Bondone 1956, Charly Gaul, congelado, llevado a la sillita de la reina, copos de nieve en los pelos y las manos heladas de Perico en el Gavia 1988, tuvieran un influjo decisivo, pero en la tercera década del siglo XXI, son muy pocos, quizás ninguno, los que acepten que ser ciclista es ser un forzado de la ruta, un trabajador obligado a ingerir sustancias miríficas, peligrosas, prohibidas, para soportar tareas inhumanas que dejen al pequeño burgués espectador admirado en el sofá con la boca abierta. El ciclista es ahora un deportista de alto rendimiento, delicado y maravilloso, 200 días fuera de casa, aburrido en interminables concentraciones en montañas solitarias, que, en la salida de Livigno, pocos grados, mucha lluvia, nieve a más de 2.300m, se niega a obedecer al organizador, al que desprecia por su bruticia y cabezonería, dinosaurios de los viejos tiempos, y, apoyándose en el protocolo del mal tiempo logra modificar el recorrido previsto y atravesar en coche el Umbrail Pass, 2.500 metros, a media subida del Stelvio, donde nieva y la temperatura no pasa de dos grados. Toman la salida, definitivamente, en el kilómetro 80, a 890 metros de altitud, donde llueve a mares, donde, cuesta abajo hasta las primeras empinaduras del Passo Pinei, el Movistar se pone al frente. La etapa se queda en 120 kilómetros a toda velocidad. Gaviria, su sprinter espléndido y en baja forma, no gana etapas pero trabaja duro para mantener cerca la fuga del inevitable Alaphilippe y su amigo Maestri junto a otra pareja. Objetivo, ganar la etapa con su colombiano Einer Rubio, campesino de Boyacá, y, para ello trabaja Nairo Quintana camino de la cima del Monte Pana, el mirador de Val Gardena con vistas al Sassolungo, la puerta de los Dolomitas, a 1.625 metros tras 6,5 kilómetros al 7% con tramos del 16%.

Que Nairo sea protagonista, gregario de su compatriota Rubio hasta sucumbir, en la etapa truncada por los nuevos aires del pelotón más que irónico es simbólico. El colombiano representa mejor que ninguno el ciclismo antiguo, de otra época, el que se quiere olvidar. Ganó el Giro de 2014 en una etapa salvaje por un recorrido similar, Gavia y Stelvio con nieve, Val Martello al sol. No se anuló ninguna subida, no se recortó la etapa reina. En los últimos metros del Stelvio, medio congelado, Nairo se quería bajar de la bici, pero su compañero Gorka Izagirre le forzó a pensar, le hizo parar antes de culminar, le ayudó a cambiarse de ropa, le dio la comida con sus propias manos en la boca. Nairo se recuperó. Se lanzó decidido en el descenso, donde Rigo Urán, su rival, se frenó, y Nairo seguía en fuga el domingo pasado, en su regreso a la corsa rosa siete años después de quedar segundo tras Tom Dumoulin. Podría haber ganado si no hubiera sido porque Pogacar le adelantó a toda velocidad, la mirada fija en su ordenador de a bordo, como quien entrena obediente sin querer hacer más de lo que le toca. “No pensaba. Solo iba controlando para llevar la velocidad que sabía que podía mantener la última media hora”, explicó luego Pogacar, las bases de la épica de la tecnología. El cálculo que reemplaza la desmesura. “Cuando no llevo el ordenador es más incómodo, tengo que estar pensando todo el tiempo para no pasarme”.

Bajo la lluvia hacia Val Gardena, tranquilos, Pogacar y sus UAE dejan hacer. La tercera semana, creados el celo y la tierra, el mar y los animales, las flores y las montañas, descansaron. Ni Thomas ni Martínez ni O’Connor, el trío que busca el podio, dicen ni mu. Solo esperan. Persiguen esperando. Después, con dulzura, sin apenas cambiar el ritmo, cuando todos se apartan, el amigo Majka se pone delante. Detrás, la rosa de Pogacar. Quedan dos kilómetros. La fuga está condenada. También los Movistar, secos. “Queríamos descansar y dejar hacer, pero…”, admite Pogacar.

A 1.300, el ataque de la rosa. Manga corta. Sin guantes. Pedalada dulce. Caricia de los pedales y el rabillo del ojo en el computador. El sueño de Pellizzari, el último de los fugados, se rompe en pedazos a 800 metros del macizo gris de los Dolomitas impasibles bajo el nublado. Ni aun descansando Pogacar deja de ganar, como si no pudiera evitarlo. Y lo celebra, fatalista, contando con los dedos de su mano derecha, una, Oropa; dos, Perugia; tres, Perugia; cuatro, Livigno; cinco, Monte Pana… cinco victorias de etapa, una maglia rosa. Suena la campa. Martínez se mueve y alcanza a Pellizzari. Solo pierde 16s, más seis de bonificación, pero adelanta en la general al galés Thomas, quien como O’Connor cede 49s (+10s de bonificación). El colombiano está ya a 7m 18s; el galés, a 7m 40s. Quedan cinco etapas.

La épica de la dulzura no crea rivales sino admiradores. El derrotado Pellizzari, el joven de 20 años de las Marcas que quiere ser Scarponi, escalador fino y alto como un tallo, no llora, sino que exulta como un fan al final de la etapa. Se acerca al esloveno y tímidamente le pide que le regale sus gafas rosas. Pogacar, sonriente se las da, y también su maglia rosa sudada, y recibe un abrazo a cambio en su torso semidesnudo, y unas palabras en alto, un “you’re the best” de forofo a lo Tina Turner repetido tres, cuatro veces, emocionado. Y luego le enseña una foto, “mira, le dice, Strade Bianche 2019″. Y en ella están él, Pellizari, el joven que pierde los ojos por él, a los 15 años, y él, Pogacar, 19 y ya figura. “Él era un niño”, dice Pogacar. “Y yo también… Qué recuerdos”.

“Ni teníamos pensado ir a por la etapa”, confiesa Majka, “pero cuando dejó de tirar el Movistar [Rubio, finalmente, no tenía las buenas piernas que creía tener] y vimos que estábamos delante, dijimos, ¿por qué no? Y Tadej me dijo que fuera yo a ganar la etapa, pero yo le dije que no podía, que había estado trabajando y estaba cansado”.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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