Lenny Martínez, hijo y nieto de campeones, puede lucirse hoy en Javalambre
Tras el segundo ‘sprint’ de Groves en Borriana, el francés de origen español, es, como sus familiares, un ciclista de montaña
La Vuelta deja en Borriana, su playa entre chalets con piscina, un día más el escenario a los sprinters –segunda victoria consecutiva del australiano Kaden Groves (Alpecin), que saca media rueda al recordman de la hora, gigantesco Filippo Ganna, que llega tarde en progresión lejana-- y como un frente nuboso clásico vira el jueves hacia el Oeste, hacia la sierra del Javalambre, al sur de Teruel capital, para chocar con el Observatorio Astrofísico del Pico del Buitre (1.956 metros: 11 kilómetros al 8%), segunda llegada en alto. Segunda oportunidad también para que, si Roglic, Vingegaard, Ayuso, Mas y compañía no lo evitan, luzca la voracidad insaciable de Remco Evenepoel, el punch del líder en los últimos metros como hizo, así como si nada, por 6s de bonificación, en la meta volante de Nules. Dobla sí a 11s la ventaja sobre el segundo, Enric Mas. O, quizás, no, quizás al niño belga le dé un ataque de lucidez y su equipo permita una fuga como la que en 2019, en la anterior ascensión a los telescopios, le regaló a Ángel Madrazo, el gorrión de Cazoña, un minuto de gloria ruidoso e interminable. Si Evenepoel quiere descargarse del peso del maillot rojo, un buen candidato para heredarlo es Lenny Martínez, tercero en la general después de la montaña andorrana.
Lenny, como Lenny Kravitz, Martínez tiene 20 años y, chaval del siglo XXI, muchas vidas, y, posiblemente, pedaleando hacia la playa de la Malva-rosa, en medio del pelotón, y ciega el sol que brilla espléndido sobre su maillot blanco de mejor joven (prestado por el rojo Remco Evenepoel), su cabeza se deje ir por el paisaje urbano cuando, esparcidos entre huertos de mandarinos, atraviesan polígonos industriales, su curiosidad avivada por la vista de viejas fábricas abandonadas, azulejeras, harineras, naves de la crisis industrial…
En su primera vida, la que de niño llevó con su madre cerca de Cannes, la gran afición del francés y su cuadrilla era el urbex, la exploración aventurera de edificios industriales en ruinas, decorados posibles para la guarida de los malos de Robocop, o así. Su segunda vida, la de inevitablemente buen ciclista, la inició el joven Martínez por pura inmersión, cuando dejó el sur de Francia y su Mediterráneo, para irse a vivir con su padre, Miguel, que fue ciclista, y con su abuelo, Mariano, también ciclista, y los viejos aficionados le recuerdan en las transmisiones de los Tours de entonces, su maillot de lunares de rey de la montaña en el 78, y el comentarista repitiendo, “Mariano Martínez, el francés de Burgos”, recordando la capital del Cid en la que había nacido en 1948 y cómo sus padres, emigrantes en los 60, cuando la economía española la sostenía la emigración, se habían establecido en Borgoña.
Allí, en Nevers, en el centro de Francia, Mariano, y su hermano Martín, ganador de un a etapa en la Vuelta, dieron nacimiento a una dinastía ciclista, corredores de bolsillo, pequeñitos y fogosos, escaladores natos. Miguel, nacido en 1976, fue campeón olímpico de mountain bike en Sidney 2000 y brevemente ciclista de carretera con el Mapei. Su madre, Marie Noëlle, la piedra en la que reposa la familia, le llevaba a las carreras en su coche como llevaba hasta hace nada a su nieto hijo Lenny (1,68m / 52 kilos) dice que ha heredado quizás el gran motor (su consumo máximo de oxígeno supera, cuentan, los 91 mg/kg/min, comparable al de los más grandes de entre los grandes corredores) pero no tanto el talento como el amor por la bicicleta de su familia, la necesidad de vivir 24 horas al día pensando en la bici, tan perfeccionista. “Mi padre me ha transmitido la misma abnegación por el oficio de ciclista”, explicaba en junio en L’Équipe, tras imponerse, escalador puro, en la clásica del Mont Ventoux.
Aún no había cumplido los 20 y ya empezaba a ser figura, junto a su coetáneo Romain Grégoire, campeón del mundo júnior y también en la Vuelta, en el Groupama. El jefe del equipo, Marc Madiot, nada más ascenderles desde el sub 23 ya les anunció que usaría la Vuelta como crash test (prueba de choque) con la realidad para medir su valor como ciclistas de tres semanas, para medir su tenacidad, su capacidad de recuperación, su convivencia con la fatiga crónica. Y también su brillo. Temeroso de la intromisión familiar, como todos los directores, Madiot solo le puso una condición, que mantuviera siempre a su padre y a su abuelo, de 74 años, a 10 kilómetros de distancia como poco. “Mi abuelo, la verdad, me da muchos consejos para moverme en el pelotón, pero son muchas historias de cómo se hacía entonces el oficio. Y yo no sé entrenarme por sensaciones, como hacían antes”, dice Lenny, adepto fanático a los nuevos tiempos, tecnología, vatios, nutrición medida… “Siempre me decía que el mejor ciclista es el que menos bebía. No sé qué diría si me viera beber dos bidones a la hora, como se hace ahora…”
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