El club de J.
Últimamente me pregunto mucho por el sentido del fútbol en lo relativo a los pequeños. Es como si la mera presencia de J. diera sentido a todo, como si nuestro club en su conjunto tuviera su razón de ser en dar a ese niño un lugar en el que pasar las tardes y sentir el cariño de la gente
Llevábamos tiempo sin acercarnos al campo de fútbol. Entre el parón de las navidades y una gripe compartida, ninguno de mis dos hijos había pisado el césped en cuatro semanas. El miércoles volvimos por fin. El mayor aún estaba tocado y con medicación, pero quiso acompañarme a llevar a su hermano al entrenamiento. Cuando cruzamos la puerta de metal del campo, quizá porque últimamente me pregunto mucho por el sentido de este fenómeno social que llamamos fútbol en lo que a los niños se refiere, busqué a J. con la mirada. Ahí estaba. Vestía un plumífero con el escudo del club y llevaba un balón bajo el brazo. ¿Por qué no has entrenado todos estos días?, le interpeló al mayor mientras el peque marchaba hacia la caseta de vestuarios.
Mi hijo, que es todo lo tímido que ha de ser un chico de trece años, se limitó a apuntar que había estado enfermo. Yo le expliqué a J. que aún tenía el pecho cogido y que tampoco podría vestirse de corto en una semana más o menos. Entonces él me miró muy serio y cambió de tema, insistiendo en la lección que desde hace varios meses se empeña en repetirme: ¡Galder, no se increpa al entrenador rival!, exclamó, señalando con el índice hacia arriba, con gesto severo. Sucedió que la temporada pasada en un partido me acerqué al banquillo visitante y exigí desde la grada al míster del otro equipo que no gritara a los niños, menos aún a los nuestros.
Él me respondió con malas palabras y yo me puse a su altura. Mal hecho, como me recuerda desde entonces J. cada vez que me ve, como una suerte de Pepito Grillo. El miércoles volví a darle la razón, una vez más. Él se sonrió satisfecho y cambió de nuevo de tema para preguntarme si había ido a San Mamés al último partido de Copa. No me dio tiempo a responderle. Vio que los equipos benjamines salían de los vestuarios hacia el campo de entrenamiento y sin siquiera despedirse salió corriendo a su encuentro. El mayor y yo nos quedamos observándole mientras saludaba y chocaba las palmas a entrenadores y niños. Se sabe los nombres de todos nosotros, señaló mi hijo con un deje de asombro en el tono. Y, fíjate, le respondí yo, aquí entrenan casi seiscientos chavales cada semana y se ha dado cuenta de que tú has faltado unos días.
Entonces me contó que J. había jugado en el club hasta hacía un par de años, pero que terminó por dejarlo. Le pregunté qué edad tenía. Contestó que creía que quince años. Pensé que probablemente el fútbol se le habría ido haciendo cada vez más hostil a medida que había ido creciendo, más duro, menos juego y más deporte, y que, como pasa con casi todos los niños, no solo quienes tienen una discapacidad, en algún momento se echó a un lado. Al menos ahí, me dije, al otro lado de la valla que delimita el césped, ha encontrado su lugar. Y me sorprendí pensando que a mí también me sucedió igual. Es en el margen del campo donde he encontrado un espacio que dentro no pude ni supe, en este juego que amo tanto.
J. casi siempre está ahí, en ese margen. Vayas el día que vayas, lo encuentras en la entrada del campo o en la grada, en la puerta de vestuarios o la cafetería, saludando a unos y a otros, dando conversación a todo el que pasa a su lado. Y cuando no está, se le echa mucho de menos. Decía que últimamente me pregunto mucho por el sentido de esto del fútbol en lo relativo a los pequeños. Pues bien, es como si la mera presencia de J. diera sentido a todo, como si nuestro club en su conjunto tuviera su razón de ser en dar a ese niño un lugar en el que pasar las tardes y sentir el cariño de la gente y a nosotros la suerte de poder compartir con él unos momentos de conversación. Ese es el fútbol que quiero para mis hijos.
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