Alcaraz, sonreír en el día más tenso
Si Carlos era capaz de desprender esa alegría en un momento así, si por su mente ese era un instante de disfrute personal, quizá sus límites estaban más lejos de lo que pensábamos
Pienso que nunca había visto a un tenista con la capacidad de disfrute que transmite Alcaraz. Y este Wimbledon ha disipado cualquier duda que podría tener.
El torneo más prestigioso de todos mantiene una tradición interesante. Los jugadores que disputan un partido en la Centre Court recorren un amplio pasillo hasta llegar a la hierba. Los dos tenistas que van a enfrentarse caminan uno delante del otro, normalmente en ese silencio propio de una competición ya inminente. Esos metros son un ritual de máxima tensión y antes de una final los nervios deben de ser asfixiantes.
En el partido final del torneo, este recorrido adquiere una expectación mayor que cualquier otro día. En ese trayecto hay una ventana indiscreta, a la vista de cualquier persona que se encuentre en el exterior de la Centre Court. Es ideal para curiosos que no han logrado una entrada. Por ese tramo pasan los jugadores camino del partido de sus carreras en muchos casos. Lo normal es encontrar gestos serios, rostros atenazados por la presión o, simplemente, dos personas pasando de largo sin mayores miramientos.
Alcaraz recorría por primera vez este trayecto antes de una final, uno de los momentos más tensos que puede ofrecer el deporte, y allí estaba con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía delante a un jugador con una década de imbatibilidad en esa misma cancha, siete trofeos en sus manos y el liderato de la historia en Grand Slam bajo sus pies. Si hay un partido actualmente que ofrecía pocas esperanzas lo tenía justo delante. Y allí seguía sonriendo.
Novak no le estaba viendo en ese momento. Si Carlos era capaz de desprender esa alegría en un momento así, si por su mente ese era un instante de disfrute personal, quizá sus límites estaban más lejos de lo que pensábamos. Lo que sucedió sobre la cancha momentos después quedó en los libros de historia del deporte y grabado en la memoria del club más exclusivo del tenis.
Me gustaría subrayar un hecho que ilustra su capacidad de mejora, su voluntad de aprendizaje y, sobre todo, su determinación por competir ante los más fuertes cueste lo que cueste. Carlos ha pasado de la noche al día en las pocas semanas que separan Roland Garros de Wimbledon. Alcaraz pasó de sufrir calambres por la presión de medirse a Djokovic en París, a derrotarle en un partido titánico, una inmensa final que estuvo apenas a 15 minutos de convertirse en la más larga jamás disputada en Londres.
Los tenistas vivimos mucho tiempo en soledad, lejos de nuestro círculo más cercano y con una incertidumbre de nuestro propio cuerpo, obligado a responder cuando lo ponemos constantemente al límite. Es un deporte sacrificado, exigente durante muchas semanas al año y donde la rutina alrededor del mundo puede acabar con la mente más resistente. Con una carrera cada vez más brillante, Alcaraz está siendo un ejemplo de gestión emocional. Y es algo a reconocerle desde el primer momento.
Con apenas 20 años, su nombre ya queda marcado junto a iconos como Manolo Santana y Rafael Nadal en Londres. En la cuna del tenis, donde estos logros se valoran con un mimo histórico especial, Carlos se ha ganado un lugar muy importante en un deporte más que centenario. Todavía no somos conscientes de lo que estamos viendo, pero es uno de esos deportistas de los que se seguirá hablando décadas después de completar su camino.
En esa proyección, merece una mención especial Juan Carlos Ferrero. Guiar a un jugador hecho para que siga ganando tiene un mérito especial. Acompañar a un joven desde sus primeros pasos en el circuito profesional, construir un vínculo fuerte y escalar juntos hacia la historia presenta un valor de otra dimensión. Merecen el aplauso de todos.
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