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Tadej Pogacar responde con un ataque a Vingegaard y se lleva la sexta etapa del Tour de Francia

El danés se viste de amarillo en Cauterets, pero el esloveno le recorta 28 segundos en la general, mientras Carlos Rodríguez ya es quinto

Tadej Pogacar
El esloveno Tadej Pogacar a su llegada a la línea de meta este jueves en el Tour de Francia.MARCO BERTORELLO (AFP)
Carlos Arribas

El Tour se adentra bajo el signo de una seguridad que nadie desea en sus territorios fundacionales más antiguos. La duda no está permitida. El Jumbo se mueve en Aspin, y queda más de media etapa, y quedan el Tourmalet y la subida final. El terreno inexplorado que abrió la revuelta de Hindley en el Marie Blanque, con su amarillo, Vingegaard con su ataque suavito, Pogacar con su desfallecimiento de 1m 5s, nadie duda se aclarará en la cima de Cambasque, sobre Cauterets y sus balnearios en las laderas de los Pirineos donde Loroño se hizo el sordo hace 70 años cuando le gritaba Cañardo, se coló en un paso a nivel, hizo que Koblet, que le perseguía feroz, acabara cayéndose por un barranco, y ganó contra toda lógica. Wout van Aert ha atacado en el kilómetro cero.

Todo está escrito y los hechos confirmarán las palabras, adelantan los sabios periodistas neerlandeses, la savia filosófica del Jumbo, que analizan rápido y claro, y creen en la lógica de que el día siguiente será continuación natural del anterior, y avisan como avisa la enfermera al herido al que cura sin anestesia: esto va a doler, ¿eh?

Cuando pasan ante la fragua de Sainte Marie de Campan, donde los aficionados se santiguan con fervor, honor a Saint Eugene Christophe, santo de la leyenda y el milagro del Tourmalet, la horquilla soldada a medianoche, Tadej Pogacar debe de estar en mitad de un chiste graciosísimo porque no para de reír mientras habla, le tiene a su derecha, con Jai Hindley, el kid de Perth feliz de amarillo, que asiente educado, pero no dice qué tronch. Le pesa el amarillo.

Les llevan en el pelotón media docena de Jumbos, amarillo y negro, serios, intensos, y sus calcetines de hilo o sintéticos, ligerísimos, bailan un vals, Shostakovich, of course, en las pendientes del padre de los Pirineos, y la batuta la maneja, imberbe, Jonas Vingegaard, que tiene una idea en la cabeza y los rivales a su espalda. Pogacar se ha hecho amigo de Hindley, le deja pasar primero para que vaya a rueda del danés, porque respeta su maillot amarillo, y después los dos dicen que les espera una buena en el Tourmalet, que les duelen ya las piernas, que los Jumbos tiran muy fuerte, menuda cuadrilla, y que como esto siga así en el Tourmalet ya podemos ir haciendo las maletas. “Está guay que haya un tipo como Hindley con el que se pueda bromear cuando se sufre. Siempre es bueno decirse palabras agradables”, dice luego Pogacar, que hace magia y se ríe cuando todos lloran, y se le duerme la mano izquierda, la de la muñeca rota, y suelta un poco el manillar y la sacude, y saca su varita unos kilómetros más adelante, descendido el Tourmalet, cuando eso duele de verdad, superada la carnicería Jumbo en La Mongie acelerada del bruto de Van Aert, que corre sin medida, arriba, abajo, egoísta, sin dejar a nadie que le releve. Allí todo explota. Kelderman le da un último acelerón a su Jonas, que ataca. Hindley se volatiza y su maillot amarillo vuela. Pogacar no se esfuma, de blanco vestido, y sus calcetines blancos son ligeros, como sus pedaladas tan potentes, se queda con el danés. Solo él está. Delante de ellos, los restos de la escapada y Van Aert esperando para morir pedaleando. Detrás, la nada y Egan Bernal, ganador de Tour también, y a su rueda, Carlos Rodríguez, un amor. “Tengo mucho que aprender de Egan”, dice el kid de Almuñécar, que debuta y ama el Tour y el Tour le devuelve su amor, que el padre Tourmalet bendice, y ya es quinto en la general. “Es muy sencillo y muy humilde”.

Carlos Rodríguez tenía 20 años en enero de 2022 cuando acompañaba con otros Ineos a Egan Bernal en un entrenamiento cerca de Zipaquirá en Colombia. Delante de él, el colombiano tan grande, que llegaba de ganar el Giro después de haber ganado el Tour, se estrelló contra un autobús. La vida se aceleró para Rodríguez. Año y medio después, pasado el Tourmalet y la explosión de la Mongie, Egan, que no ha podido recuperar plenamente su grandeza después del accidente, toma el mando del grupo de la docena que piensan en el tercer puesto. Marca un ritmo fuerte, y Carlos Rodríguez, a su rueda se siente como un cochecito al que le están dando cuerda para salir disparado. La energía de Egan, generoso, le llena y le acelera en la subida final, donde ataca, y solo le aguantan Hindley y Simon Yates, y con ellos, ya ha crecido tanto Carlos Rodríguez, tan fuerte, tan sensato y un poquito loco, se jugará su Tour.

Delante Pogacar sigue la rueda de Vingegaard, y solo él la sigue, y nada por aquí, nada por allá, y nadie sabe cómo, en un segundo de una intensidad atómica, el Tour retrocede un año, dos años. Sus dos mejores años del siglo. Los dos mejores solos, delante. Pegándose. Buscándose. Mirándose. Regreso a la ortodoxia que todos desean. Pogacar está de vuelta. Vingegaard está más fuerte que nunca. Los dos se niegan a rendirse. ¿Se puede pedir algo mejor?

Los fisiólogos del UAE hablan de metabolómica, de organismos perfectos, de células con un metabolismo sin tacha, de capacidades de recuperación que nadie más puede alcanzar, de miles de parámetros ideales. Será verdad, pero Pogacar no es solo millones de células magníficas y un metabolismo supereficaz, y unas mitocondrias a las que su entrenamiento en zona 2 hace superfectivas. Siéndolo, y siendo también la soberbia del campeón a lo Bernard Hinault feroz y sin piedad, al que la derrota hería y pedía sangre al día siguiente, el campeón que sabe que la única forma de responder a una derrota es atacar al día siguiente, y siendo también el orgullo de Luis Ocaña que niega a aceptar que alguien le pueda ganar, y sorprender con su fuerza al rival confiado y calculador, destrozar la táctica mejor estudiada, y es capaz de decir que había que echarle “pelotas” para hacer lo que hizo, Pogacar es algo más, una falsa despreocupación, una cabeza llena de pájaros y vacía de presión, un sentido del ciclismo que, llegado el momento, cuando sabe que, pegado a su rueda, condena a Vingegaard a no detener nunca el vals de sus calcetines blancos ligeros, que acompaña, sincronía de cuatro piernas, y en su interior suena una polka que le grita, déjame salir. Pasado el cruce de la Granja Vasca sobre Cauterets, en lo más duro de la subida, pasado el pueblo, Pogacar, a su espalda, se pone de repente de pie, acelera, acelera, pura polka, Strauss a tope, qué ritmo, qué frenesí, qué Pogacar, que al ritmo de la música vuela, y gana la etapa, y al hacerlo despliega las alas, y baja la cabeza.

Vingegaard pierde 24s pero vuelve a vestir el maillot amarillo con el que terminó en París hace un año. Pogacar ríe feliz. Vingegaard, de amarillo, se mira las uñas y no sabe qué decir. Al Tour que nadie querrá que termine le quedan 15 etapas.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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