El arte de sentarse en el banquillo
La contemplación de un figurón siendo suplente tiene algo de hipnótico, algo que te impide apartar la mirada y empatizar con el sufrimiento del héroe caído en desgracia
Como ocurre con las grandes catástrofes naturales, la contemplación de un figurón sentado en el banquillo tiene algo de hipnótico, algo que te impide apartar la mirada y empatizar con el sufrimiento del héroe caído en desgracia. El fútbol tiene la capacidad de ser cruel y hermoso al mismo tiempo, tan intrincada su vis trágica, cómica y estética que uno termina por no saber dónde comienza el disfrute legítimo y dónde termina el sadismo, ese que se alimenta del tormento ajeno para provocarnos algo parecido al orgasmo.
El hincha, como cliente plenipotenciario y consentido, está convencido de que siempre lleva la razón. Sus filias y fobias alimentan el motor del día a día y los fines de semana se sienta frente al televisor, o baja al estadio, para que la realidad acredite su derecho a ser feliz de alguna manera. A veces lo consigue con un buen resultado, un gol o un caño inesperado que ridiculice al rival y eleve el juego a la categoría de arte. Otras, simplemente se conforma con pitar al colegiado, sacar su pañuelo contra el palco de autoridades o dirigir la mirada hacia el figurón incomodado por un nuevo hábitat que no es el suyo.
El comienzo de las grandes ligas nos está dejando muchas imágenes así. Alguna, como la de Hazard rodeado de jovencitos que posiblemente hayan coleccionado sus cromos, y hasta comprado sus botas, apenas llama la atención por cuanto tiene de habitual, tras varias temporadas incumpliendo sus promesas veraniegas de redención. Pocos son los que todavía confían en el mediapunta belga —puede que ni él mismo lo haga—, y descubrirlo en la segunda fila del banquillo, con la cremallera del chándal metida en la boca, se ha convertido en una suerte de reafirmación cultural, como si apartar al estrellón de las alineaciones también fuese una forma de hacer patria, de entender qué es y qué no es madridismo.
A Cristiano Ronaldo, que se fue del Madrid mucho antes de probar la hiel, lo ha sorprendido el ocaso de su carrera con el cuerpo sin amoldar a tanto tiempo sentado. Nadie duda que de existir un método de entrenamiento que adapte los músculos a esta nueva realidad, el portugués ya lo habría probado, mejorado y promocionado, pero lo cierto es que uno ve las imágenes de Cristiano en el banquillo de Old Trafford, acechando la pulida cabeza de Ten Hag, y lo último que se le viene a la mente es cualquier pensamiento relacionado con el confort. Está incómodo el depredador por excelencia del fútbol moderno, como para no estarlo, pero no faltará entre la hinchada del United quien disfrute con el nuevo orden impuesto por un técnico que antepone el rendimiento colectivo a la memoria selectiva del individuo.
Mostrar fortaleza con los fuertes, aunque pueda no ser más que una frase hecha, incluso un apunte de populismo, suele reportar al entrenador de turno más beneficios que problemas, aunque no siempre es fácil atreverse. Su autoridad ante el vestuario se acrecienta exponencialmente, por cuanto tiene de salubre el aire fresco, y también su valoración entre los hinchas. Luego, la pelota entra o no entra, dejando lo accesorio en punto muerto, pero ese primer impulso de potestad suele contar con el beneplácito de quienes entienden el paso del tiempo como una losa, a menudo sin atender al rendimiento.
Es el caso de Sergio Busquets en Barcelona, donde no pocos aficionados creen detectar algo parecido a una debilidad en la constante sencillez de su juego. Les aburre lo excepcional, vamos, pero de momento se conforman con ver a Piqué y Jordi Alba sentados en el banquillo, a la sombra. Y esa debe de ser una sensación similar a la que sentía aquel empresario marbellí que tenía un Miró colgado en su cuarto de baño, aunque con una evidente diferencia: una obra de arte como aquella, en cuanto se saca a subasta, suele encontrar compradores.
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