¿Por qué es infinito?
El fútbol contiene un conocimiento acumulado, es un juego silvestre, primitivo, simple y complejo a la vez
Los dos equipos de mi pueblo cumplen, simultáneamente, cien años. De visita para homenajearlos, me reencuentro con el fútbol en estado puro, aquel que soñé de niño y hoy recuerdo con nostalgia. Un fútbol que sé infinito porque nunca deja de sorprendernos; porque tiene la capacidad de renovarnos las ilusiones; porque en su ámbito, que es el mundo entero, nunca se pone el sol. Pero también porque, si bien tiene un fuerte sentido de la inmediatez, necesita de los recuerdos y de la expectación.
Me gusta decir que el fútbol es producto de un largo viaje desde la memoria (pasado), pasando por la emoción (presente), hasta llegar a los siempre insondables sueños (futuro).
En la memoria caben la historia y la idealización de la nostalgia. Allí nos reencontramos con la infancia, desde la apertura de un sobre de cromos, hasta un gol inolvidable en el recreo, o la primera vez que vimos o jugamos un partido de verdad. El fútbol es terapéutico precisamente porque libera al niño que fuimos y con el que me reencuentro en estos días.
Hablamos de un juego silvestre, primitivo, simple y complejo a la vez. Pero contiene un conocimiento acumulado y cuidadito con quien lo desprecie. A quienes carecen de memoria y no respetan su historia, el fútbol los espera en la esquina menos pensada para clavarles un puñal.
En cuanto a la emoción, que nos vincula al presente, tiene un gran sentido del impacto porque mueve altas y bajas pasiones desde tres puntos de apoyo: el sentido de pertenencia, la incertidumbre del resultado y la posibilidad artística.
El sentido de pertenencia es un conjunto de cosas que nos pasan en la infancia y se convierte en un irrompible acto de lealtad. El fútbol es parte de nuestra identidad cultural y se afianza tanto en el apego a un lugar como a las tradiciones. Lo cierto es que tanto el que juega como el que mira se siente representante de algo: el colegio, el barrio, la ciudad, el país… La fuerza de la identidad es tan grande que nuestro club puede ser comprado por un ruso y el equipo estar formado solo por extranjeros, pero la fuerza del escudo seguirá intacta.
El resultado es el que nos lleva a gritar: “Árbitro, la hora”, cuando nuestro equipo va ganando, o a preguntar: “¿Cómo salimos?”, si no vimos el partido. En las dos expresiones está implícita la terrorífica incertidumbre del resultado.
Finalmente, la posibilidad artística. El fútbol siempre ha creado un vínculo entre la belleza y las clases populares. Mucha gente que no ha tenido acceso al teatro, al cine o a la lectura, puede sentir una satisfacción estética en un regate, un pase o un gol. La belleza es una posibilidad que nunca sobra y que nos ayuda a pagar la entrada del próximo partido.
Si vemos una jugada original y precisa o si estamos ante un partido abierto y emotivo, todo se intensifica: el balón es más redondo, el jugador es mejor jugador, el fútbol es más fútbol. Razón de sobra para considerar la pasión estética como uno de los grandes motores de este juego.
Por último, nos quedan los sueños. Los del niño que quiere ser jugador, los del jugador que quiere ser adorado por los hinchas, los del aficionado que quiere disfrutar como si volviera a ser niño. Los sueños son la esperanza y la amenaza que se ponen a funcionar desde que termina un partido hasta que empieza el siguiente. No importa el resultado, el honor siempre tendrá algo que confirmar o enmendar en el próximo encuentro. En esa ilusión habita el alma del fútbol. Desde mi pueblo, que es el punto de partida, todo es más fácil de ver.
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