La castración del fútbol prosigue con dibujos animados
En nombre de la eficacia tecnológica y de una supuesta justicia milimétrica, el fútbol ha decidido que el tamaño de la nariz importa
La prominencia de la nariz adquiere un valor trascendental en el fútbol, que no descansa en su afán de someter al juego a una vigilancia cada vez más extrema, de carácter microscópico. Se corresponde con la obsesión intrusiva y controladora de este tiempo. El Gran Hermano está aquí para quedarse, en versiones cada vez más sofisticadas y amenazantes, de las que el fútbol ni se escapa, ni lo pretende.
En nombre de la eficacia tecnológica y de una supuesta justicia milimétrica, el fútbol ha decidido que el tamaño de la nariz importa. Por la longitud de la napia se miden ahora los fueras de juego, a veces después de largos minutos de debate en los cuartos oscuros donde operan unos señores que se identifican como árbitros y como árbitros se visten para oficiar delante de unos monitores que delatan, en ocasiones por el tamaño de la nariz, el margen que separa una posición legal de una anti reglamentaria.
Hace cuatro años, en el Mundial de Rusia, la FIFA santificó el VAR como instrumento novedoso de justicia. O de tortura. Desde entonces sabemos lo que vale un centímetro en el fútbol, un juego que nació irreverente —qué otra cosa puede ser un deporte que glorifica la habilidad de las inhábiles piernas— y despreocupado de la pequeñez minuciosa.
El fútbol eligió lo grande, los espacios amplios, el cielo abierto y los partidos largos. Dos tiempos de 45 minutos y se acabó. Desde el principio, las reglas fueron pocas y sencillas. La chavalería jugaba en las calles con la misma idea del reglamento que los futbolistas profesionales, sin importar los numerosos avances tecnológicos que el fútbol aprovechó para expandirse, de las botas al tejido de las camisetas, de la pelota con cordaje al balón ligero, de la necesaria luz solar a la iluminación artificial, de la radio a la televisión, de la televisión a internet.
La tecnología influía en el fútbol, pero no lo asaltaba, no lo extraía del estadio y lo trasladaba a un ámbito exterior de decisiones. No violentaba, en definitiva, su naturaleza, en cierto modo salvaje y desdeñosa de los límites. Entre el cemento de las ciudades no había nada más parecido al sueño de la gran pradera que un campo de hierba, más o menos de 100 metros de largo y 65 de ancho.
Ese mundo se acabó con el VAR, temible invasor que cuadriculó los partidos y vampirizó las emociones. Celebrar un gol se convirtió en un acto de imprudencia, expuesto a la admonición del dios tecnológico y los sumos sacerdotes del arbitraje. Cuatro años después del Mundial de Rusia, el caos normativo es mayor que nunca, el desconcierto predomina en jugadores y aficionados, las quejas se multiplican y la pretensión de justicia divina se concreta en las gruesas rayas que dirimen los fueras de juego. Pues ni eso.
Resulta que la FIFA considera imperfecta la medición del fuera de juego con la tecnología al uso. Si se ha medido mal porque el sistema no es exacto, el mito de la justicia VAR es falso. A saber cuántos ascensos, descensos, eliminaciones y campeonatos se han decidido por un sistema que se cambiará por otro en el próximo Mundial de Qatar, esta vez con un sensor en el balón capaz de identificar al instante el golpeo del pasador y la posición del receptor.
Prometen que será más rápido, preciso y entretenido, con una animación en 3D, en plan Pixar, pero no infalible. No se ha concretado su margen de mejora, pero sabemos muy bien que es el mismo que el gigantesco margen de negocio que se abre cada vez que esta gente deforma y castra el fútbol. Pronto no le quedará ni la nariz.
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