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EL JUEGO INFINITO
Columna
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Aquel homenaje a Zico

Yo me preparaba para el Mundial de 1990 después de tres años casi sin jugar, pero me lesioné en el primer minuto de un partido de exhibición

Jorge Valdano
Jorge Valdano.
Jorge Valdano

Este año el Madrid festejó por todo lo alto sus dos campeonatos, pero se olvidó de dar la vuelta olímpica. Tampoco Marcelo disfrutó de un partido homenaje después de 16 años en el club. Hubo un tiempo en que esos partidos de despedida cerraban una carrera. La nostalgia de aquellos tiempos me trajo a la memoria un heroico partido mío en la despedida de Zico. Dejé el fútbol en marzo de 1987 y, como todos los que hemos sido abandonados por el deporte, me puse a explorar una nueva vida. Pero estábamos a punto de entrar en 1990, año de Mundial, y Carlos Salvador Bilardo, entrenador de Argentina, pasó por Madrid. No era un hombre común y me hizo una propuesta insensata: “Si me das seis meses de tu vida, yo te doy otro Mundial”. El sentimiento tomó el mando y contesté que sí. Ya habíamos ganado, juntos, el Mundial 86. Aconsejado por Maradona, pasé por el Centro Científico del Deporte de Roma, a cargo del profesor Dall Monte, una eminencia. Cuatro años antes, Diego había pasado por ahí para preparar el Mundial 86 con los resultados conocidos. Yo solo pretendía salir de ahí con un programa físico que me ayudara en el reto. Con el plan debajo del brazo me fui a Argentina a dar seis meses de mi vida, mi parte del contrato.

Pero no resulta fácil respetar planes individuales en medio de un proyecto colectivo, de modo que me peleaba con el cuerpo todos los días. Una lucha encarnizada que no me dejaba ni dormir del agotamiento. Como no tenía club propio, me faltaban partidos para medir mi evolución.

Estábamos en febrero y me llamó Zico para invitarme a su despedida: un Brasil contra el Resto del Mundo. Era imposible decirle que no a un crack total, hoy algo opacado porque en Brasil existió Pelé; y en su tiempo, Maradona. Pero hablamos de un futbolista que jugó 1.047 partidos y marcó 729 goles. Nadie quería perderse el partido, de manera que llegarían cracks de todo el mundo. Pero yo necesitaba competir y prometí asistir solo si me dejaba jugar el partido entero. “Imposible”, dijo Zico, que necesitaba espacio para que todos pudieran participar. Estuvimos una semana negociando. También Bilardo intervino en el tira y afloja regateando minutos.

El pobre Zico, como si no tuviera más cosas en las que pensar, me ofreció 45 minutos. Pero Bilardo y yo exigíamos el partido entero. Zico, seguramente harto de la discusión, accedió.

Cien mil personas en el Maracaná y un espíritu amateur en todos los jugadores invitados. Menos yo, que pisaba por primera vez el mítico estadio y calentaba con una seriedad profesional en el primer partido medio serio que jugaba en tres años. No estaba para distracciones.

El partido empezó a cámara lenta, como suele ocurrir en estos homenajes. Dos toques para atrás, tres hacia un costado, todo como para ir entrando en situación. Menos el súper profesional; o sea, yo. Estaba estacionado en la derecha y apenas la pelota asomó por mi sector, aceleré como un campeón para que me la dieran en profundidad, con el agravante de que, en efecto, me la dieron. Corrí como un condenado porque la pelota quería perderse por la línea de fondo, pero la alcancé. Eso sí, cuando frené sentí que el bíceps femoral se partía en dos. Me había lesionado. Llevábamos un minuto de juego. Apenas podía caminar, pero tragando dolor me fui lentamente hacia el túnel de vestuario. Pasé todo lo digno que pude al lado de Zico, que aguantándose la risa me preguntó:

- ¿Y los noventa minutos?

Han pasado más de 30 años, pero cuando se me pase la vergüenza, le contestaré.

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