La verdad del mito Rollán: del éxito a la depresión del icono de una selección irrepetible
Un libro descifra la vida y muerte del portero de waterpolo que sostuvo a un equipo de éxito que conquistó el mundo
Acostumbrado a la multitud, Jesús Rollán se suicidó cuando se sintió solo por más acompañado que estuviera de su madre y de los que cuidaban de su salud en un centro de tratamiento de adicciones en La Garriga. Ya no estaba a gusto en ningún sitio y no distinguía entre internos y visitantes, como si no reconociera a nadie, ni en Barcelona ni en Madrid, tampoco en Vallirana y en Italia. No tenía fuerza siquiera para vivir una vez que se quedó sin la adrenalina competitiva y perdió el sentido del riesgo y del límite, absorbido por el vacío, anónimo como enfermo después de haber sido el portero de waterpolo más famoso, genio y figura desde Barcelona 92 hasta Atenas 2004.
La selección española que dominó la década de los noventa, la última que ganó el oro olímpico (Atlanta 96) y también la más tribal y romántica de las campeonas, se sostuvo con las paradas y el alma de Rollán. Aquel colectivo trascendió por sus victorias —plata en 1992 y campeona mundial en 1998 y 2001—; por su mestizaje —la técnica catalana se juntó con el carácter madrileño a partir de la sabiduría del seleccionador Toni Esteller (1986-1990)—; por su popularidad —enganchó al pueblo y a la realeza con la presencia en los partidos de la infanta Cristina y fue el único nacional en esos tiempos duros que jugó en el País Vasco— y por la fuerza y capacidad aglutinadora de Rollán.
No hay un equipo con una historia parecida ni un jugador con el semblante de Rollán. Imposible de imitar, nunca quiso ser ejemplar e incluso costó de explicar hasta que Francisco Ávila (Montcada i Reixac, Barcelona; 1964) y Alberto Martínez (Barcelona; 1984) han escrito el libro Jesús Rollán Eterno. Vida y Muerte de una leyenda (editorial Córner). Al relato audiovisual le faltaba una obra personalizada en el meta fallecido a los 37 años. Nadie se atrevía hasta que Ávila convenció a Martínez en 2016 y elaboraron un texto periodístico excelente que descifra al mito Rollán.
Aunque no fue fácil tirar del hilo, unos 60 testimonios participaron en un trabajo de campo que huye del sensacionalismo y se centra en la información. “Nos costó que la gente se abriera”, coinciden los autores. “¿A qué viene hurgar en Jesús?, se preguntaban. Alrededor del personaje se podía armar un cóctel explosivo porque mezclaban materiales inflamables: éxito, alcohol, drogas, depresión, suicidio, Urdangarín y Cristina. Había que huir del amarillismo y respetar a la persona sin dejar de tratar asuntos que entonces eran tabú: la toxicomanía, la gestión de la retirada, la falta de asistencia psicológica y la muerte”, insisten Ávila y Martínez.
“Había una historia enterrada y una herida por cerrar”, sostienen, “e intentamos ganar testimonios después de aseverar que respetaríamos el off the record y seríamos nosotros los que construiríamos el relato con el contraste de las opiniones y los hechos, opción que nos permitió ganar complicidad”. La historia de Rollán se explica a partir del agua de una piscina: inmortal dentro y perecedero fuera, héroe y mártir, víctima de unos tiempos en que los jugadores de éxito corrían el riesgo de ser condenados al fracaso cuando se convertían en desconocidos: “No sé hacer nada más”, repetía cuando se retiró en 2004.
Alguien le propuso que estudiara informática sin saber que de estudiante difícilmente acudía a clase y a nadie le importaba que pillara ni se divirtiera, que fuera un gamberro, porque era un portero imbatible después de dejar Madrid por aquella residencia Blume que algún deportista de élite quiso convertir en una sala de fiestas en Barcelona. Todavía hay quien cree que Rollán era ingeniero agrónomo porque lo escribió con sorna en el apartado que ponía profesión en el documento que los jugadores rellenaron para viajar a Atlanta. La medalla de aquellos Juegos la regaló para la subasta benéfica del Telemaratón de Antena 3 —se adjudicó por dos millones de pesetas—.
Altruista y consciente de su ascendente y carisma, ejercía de líder también por su magnetismo y la confianza que transmitía: “¡Chicos! No pasa nada, aquí estoy yo”, repetía cada vez que paraba la pelota, la besaba y levantaba el puño, irreductible y con un gen que le permitió ganar las pruebas atléticas en su etapa escolar, ser un buen jugador de baloncesto y de fútbol y recibir una convocatoria para probar en el Madrid el día que se decidió por el waterpolo. “Habría triunfado en cualquier deporte”, defiende Martínez.
“¡Yo controlo!”
Las virtudes que se tienen como jugador no se heredan cuando se pasa a ser entrenador y Rollán no supo ejercer de técnico; tampoco su vida familiar resultó llevadera y no encontró ayuda en la administración de entonces, tal que fuera un don nadie, incluso para Iñaki Urdangarín, entonces vicepresidente del COE. El libro cuenta que incluso se había comprado el traje para una boda a la que no fue invitado a pesar de ser quien había presentado a la pareja: Iñaki y Cristina. Ya nada tenía sentido para el ciudadano Rollán. No supo cuidar de sí mismo después de desvivirse por los demás.
Rollán simboliza el inicio y el final de una generación tan única que dan ganas de equipararla a una banda de rock o a la Generación Beat. A su manera escribieron una historia inolvidable, irrepetible y transgresora, tan amada como malquerida, porque fue adulada y consentida aún sabiendo que no tendría continuidad, “difícil que se pudiera dar hoy cuando la tecnificación y profesionalización han cambiado el deporte”, resaltan Martínez y Ávila. “Aquellos jugadores vieron los mejores años de su vida. Tenían talento, eran modelos, ganaban dinero y, jaleados por el éxito, en algunos casos no se privaron de nada”; Toto García confesó ser cocainómano y se tuvo que resguardar en la casa del técnico Rafa Aguilar para no correr riesgos ante los controles antidopaje de Barcelona 92.
La mente de Rollán era un misterio, poderosa en sus tiempos de portero, cuando aguantó las peores lesiones, y frágil desde su retirada, “un niño grande sin celos ni maldad” como explica su amigo Jordi Payà. Nada mejor para saber de su personalidad que el prólogo de su sobrina y su hija Asia y la carta de su amigo Tibor Benedek. La obra asegura que aquel mítico portero que tenía un loro que gritaba ¡Hala Madrid! necesitaba ir al baño para vomitar y sacar los nervios antes de cada partido exigente, la misma necesidad que sentía Johan Cruyff.
“¡Yo controlo, tranquilos!”, respondía cuando se le preguntaba si todo iba bien a pesar de saberse que algo iba mal, hasta que un día, abatido al no reconocerse en el espejo, se asomó al abismo y se fue sin cumplir la promesa anunciada cuando estaba en la cima: “Me jubilaré en el Caribe”. Siempre el agua, donde descansan sus cenizas, en el Mediterráneo.
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