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Brotes verdes de esquí español crecen en la nieve de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2022

Javier Lliso se clasifica para la final de ‘big air’, mientras que Etxezarreta, 17º, logra el mejor puesto de nunca de un español en un descenso olímpico

Carlos Arribas
Adur Extezarreta, en su descenso.
Adur Extezarreta, en su descenso.GUILLAUME HORCAJUELO (EFE)

A 2.170 metros, en lo alto de la montaña de Xiaohaituo, cerca de Yanqing, el huracán de viento helador de las estepas de Mongolia y la taiga de Siberia, tan al norte, se ha calmado y la temperatura ha ascendido bajo siempre el mismo sol. Pasa ya del mediodía en China. Puede comenzar el descenso, la prueba reina de la velocidad sobre esquís en los Juegos Olímpicos de Pekín 2022. Casi tres kilómetros de bajada para un desnivel de 894 metros, con una pendiente media del 35%, y picos del 68%, y saltos de 40 metros, y velocidades superiores a los 130 kilómetros por hora. Es el Rock, la roca, y acaba en un cañón. Un trazado único dibujado con nieve artificial en las aristas de la montaña seca por los campeones olímpicos Bernhard Russi y Didier Defago, los mejores en su oficio. Suficiente para quitar el hipo, aunque el tiempo sea sereno, como sereno está, o lo aparenta, Adur Etxezarreta, navarro de 26 años, debutante en la materia, que se lanza el 32º. Más habitual de Copas de Europa, donde ronda siempre los podios, que de Copas del Mundo, pocos en el mundillo de la superelite lo conocen o hablan de él.

Pero mientras se prepara para salir olvidando que la pista está ya muy transitada, sus líneas de trazada, llenas de huellas, y el fondo arenoso bajo la nieve artificial blanda, daña los filos de sus esquís, Etxezarreta, de 26 años, también puede pensar que nadie hablaba ni una palabra tampoco de un francés de 41 años llamado Johan Clarey, uno de Tignes que en sus tres Juegos anteriores nunca había quedado mejor de 18º, y que ahí estaba, segundo, medalla de plata y solo a una décima del que será campeón, el suizo Beat Feuz en un podio que cierra el austriaco Matthias Mayer y en el que no figuran las dos estrellas más celebradas, fotografiadas y esperadas, el noruego Aleksander Aamodt Kilde (tan presente en las redes tanto por sus proezas con los esquís como por ser el novio de la reina de las nieves, la norteamericana Mikaela Shiffrin, y tres victorias en descenso y tres en Super G en lo que va de Copa del Mundo) y el suizo de 24 años Marco Odermatt, el nuevo fenómeno, que se había propuesto conseguir medallas en todas las especialidades alpinas.

Etxezarreta se lanza confiado, despierta oés espontáneos de los comentaristas televisivos, que encomian su fluidez, su seguridad en las trazadas, sus saltos y su control en los dobles giros, y termina feliz, sabiendo que será 17º, un puesto extraordinario para un esquiador español en un descenso, la prueba más lejana de la tradición propia. El anterior mejor puesto fue el 27º en Lake Placid 80 de Paquito Fernández Ochoa, siempre referencia el esquiador de Cercedilla que valía para todo. “Estoy contento con la bajada”, dice Etxezarreta, producto del proceso guiado en España por la federación desde sus años infantiles en La Molina, al que entrena Adam Peraudo y encera sus esquís Toño Góngora. “En algún sitio me ha costado algo más, pero el descenso ha sido limpio. No he fallado. Este resultado me da alas de cara al futuro”. El martes, a las cuatro de la mañana, su segunda prueba, el Super G.

LLiso, en el aire.
LLiso, en el aire.ROMAN PILIPEY (EFE)

La fantasía en vuelo de Lliso

Simultáneamente, 80 kilómetros más al sur, en la capital, Pekín, por un tobogán gigante, y con una rampa en el centro, construido sobre la arqueología industrial de las ruinas de una fundición de acero, y aún resisten, son el paisaje de un futuro postindustrial, cuatro gigantescas chimeneas de refrigeración, se lanzan sobre esquís los artistas-deportistas del big air, que estrena carácter olímpico. Hay dos españoles entre ellos, los mejores del mundo, que buscan clasificarse entre los 12 mejores para la final del miércoles a las cuatro de la mañana. Uno es Thib Magnin, español nacido en Friburgo, junto a Gruyère, en Suiza, el rubio jovencito, 21 años, del que más se habla, tanto por sus peripecias vitales, por su habilidad grabando vídeos (su segunda o tercera pasión después de los esquís, el surf, los clavados, la acción hiperactiva, hasta con los ligamentos rotos de una rodilla), como por su genio a la hora de pensar movimientos, piruetas en el aire, trucos muy complicados, y por su osadía, su desprecio del riesgo, a la hora de intentarlos en la grandísima competición. El otro es Javier Lliso, de Colmenar, Madrid, que se planta en la salida, con Josep Gil, su entrenador al lado, y en sus cascos ya suena un rock duro, la canción que se fija a la adrenalina, el chorro de excitación, miedo, deseo, que ya se lanza a su torrente sanguíneo, como se lanza él en switch (de espaldas a la rampa, ciego) mientras sus brazos empiezan a girar el cuerpo como si fuera un muelle al que hay que apretar para cargarlo de energía que, liberada, le haga girar como un molinillo, una peonza, un helicóptero en el aire, y cuando vuela y gira y gira, cinco giros bio, levógiros, hacia la izquierda, 1.800 grados, agarra con la mano el esquí en safety, junto a la bota, y cae de espaldas y aterriza perfecto, y ni se ha enterado de qué canción resonaba bajo su casco.

“Ha hecho un switch doble bio 1.800 safety y lo ha clavado perfectamente”, analiza Maialen Oiartzbal, la freestyler de Oiartzun, compañera de equipo acrobático, que se recupera de una operación de ligamento cruzado de la rodilla. “El salto ha tenido buena altura y mucha amplitud, y por eso ha caído bien. Le ha dado tiempo a hacer todos los movimientos de un truco que muy pocos esquiadores, dos o tres, son capaces de hacer”. A Lliso los jueces le puntúan con 90,25, una calificación que le asegura el pase a la final, si no se cae en la segunda ronda (los esquiadores saltan tres veces y les jerarquiza la suma de sus dos mejores puntuaciones). En el segundo salto, menos arriesgado, más seguro, un doble cork (giro en el sentido de las agujas del reloj) 1.620 (cuatro giros y medio) blunt (agarre en la punta del esquí), Lliso vuelve a clavarlo. Se saca 80 puntos. Termina noveno. Y ya está en una final en la que no le acompañará Magnin.

La vida de un esquiador freestyler consiste, se puede resumir, en un constante alimentar la cabeza y la vista de vídeos de saltos y piruetas circenses o imposibles, de series de dibujos animados que aviven la imaginación, del sueño onírico de un giro a mitad de la noche, y de la decisión de intentar ir a por él. “En verano empezamos a entrenarlos en Andorra, en el centro 360 Extreme, que es un trampolín cubierto por el que nos lanzamos en patines, hacemos 360s y caemos en una piscina de trozos de espuma”, explica Oiartzabal. “Luego, en septiembre vamos al Banger Park de Austria, cerca de Innsbruck, donde tienen una pista y un tobogán de hierba con un airbag gigante, una lona hinchada que aun así está bastante dura para caer, y allí nos lanzamos más”.

Y allí Magnin imagina y entrena un truco muy difícil, un switch (de espaldas) 10 safety, que intenta hacer en Pekín. “La dificultad”, explica Oiartzabal, “estriba en que debe intentar frenar el giro en el aire y cambiar la rotación. La primera vez le sale muy bien, logra una gran amplitud, pero toca con las manos la nieve al aterrizar, y le puntúan muy bajo. Repite en el segundo salto, y ahí se descontrola y se cae…”

Magnin, como Lliso, brotes verdes de futuro y presente de la nieve española, tendrán una nueva oportunidad, el próximo lunes en la especialidad de slopestyle (mezcla de barandillas y saltos).

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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