La vida es juego para Pogacar, pero en el Tour de Francia no tiene piedad
Luz Ardiden, la última cumbre, vive el primer ataque de Enric Mas y otra victoria del esloveno, que acumula, como hace un año, maillot amarillo, maillot blanco y maillot de lunares
Tadej Pogacar es Judy Garland, o así, que vive en su Oz. “Mi vida es un sueño más allá del sueño, este es mi mundo, solo mi mundo”, canta (elijan la música), y al final de la película sigue febril, y sueña sin despertarse. Y sigue hablando, y dice, calderoniano, que la vida es un juego, que es un niño, y le divierte vivirla, y a su rueda, sufriendo su falta de piedad, la seriedad con la que se toma el juego, que esto es el Tour de Francia, recuerda a sus jefes cuando le plantean la estrategia y le dicen que mire los vatios y ataque, que esto es el Tour, les repite, y no una playstation, pero ataca, de todas maneras, y gana, otra vez. Él delante, el señor del Tour. Todos detrás.
Lo de la vida como un videojuego lo pueden pensar los aficionados apostados en el viraje de los 400 metros, desde el que se ven perfectamente, como dibujados sobre una pantalla 13 virajes de la ascensión que comienza nada más descender el padre Tourmalet, una cinta negra por la que asciende una procesión, y riberas verdes, verdes, intensos verdes, y si tuvieran un joystick a mano les gustaría mover a los corredores a su gusto. Los franceses acelerarían a su David Gaudu, que se lanzó en el descenso del Tourmalet hacia Barèges y acaba de ser devorado por la máquina Burdeos del Ineos; los españoles moverían a Valverde, seguro, que hace la goma a cola, o a Pello Bilbao, tan molesto porque la policía esperaba a todo su equipo en el hotel la víspera, o, por qué no, a Enric Mas, al que el calor dejó seco en el Ventoux hace una semana y la humedad en el col de Portet la víspera, y parece que respira mejor. Y están todos, solo falta Rigo Urán, rendido. El colombiano ha reventado en el Tourmalet, donde, revela Pogacar, él también lo ha pasado mal, y, añade, hasta pasándolo mal me lo paso bien. Es mi vida. Es su juego. Es su Tour. Los demás miran y sufren.
Son los penitentes del Tour, y maldicen en las pendientes de Luz Ardiden, la ascensión al calvario, su pesadilla dentro del sueño de un monstruo, que se le hace amarillo intenso a Mas, esperanzado a 800 metros de la cumbre del último gran puerto del Tour, de su última meta, y no mira para atrás, pero Arrieta, su director, le dice por el pinganillo, dale, Enric, de una, dale, que estás solo; desesperado a 700 metros, cuando, surgido de la nada, un ciclón le pasa casi rozando, tan veloz que le hace tambalearse. Es el líder, que se divierte. La ilusión le duró 100 metros al mallorquín, más que a ninguno, porque ni Jonas Vingegaard ni Richard Carapaz, los habituales, a la derecha y a la izquierda del trono del señor del Tour, pudieron más que resistir. Y Pogacar se ríe.
Para ellos, para los que solo aspiran a resistir, a ganar una etapa, un maillot de lunares, una pequeña recompensa, no hay magia, sino desolación como la que produce un corazón a 180 y un ciclista que se aleja, y la boca seca, los pulmones ardiendo, las orejas saturadas de gritos y cláxones. La vida es una miseria, pueden pensar, tienen todo el derecho a sentirse miserables, siguiendo siempre una rueda, mirando sus vatios, a ritmo, a ritmo, a lo que diga Tao Geoghegan, a las órdenes de Richard Carapaz, a lo que diga Castroviejo, que quiere llevar a su amigo ecuatoriano a una victoria de etapa que premie su trabajo, su perseverancia. Pero todos tiemblan cuando, a 5,5 kilómetros de la cima, ven que Rafal Majka, el mamporrero polaco del líder, acelera en cabeza, y con su acción relámpago rompe el ritmo templado de los Ineos, las esperanzas de Carapaz, y saltan las cuentas del rosario de perseguidores, y su contador de vatios grita en rojo, alto, no sigas. Pero es ciclismo, más importante que la vida, y no es un juego, y se olvidan de la cautela y aceleran dos, tres, y Mas, revivido, está entre ellos, y también aguanta el cambio de ritmo de Colorado Kuss, que quiere que su Vingegaard gane la etapa. Y a todos, sin piedad, castiga Pogacar, que se divierte, pero, confiesa, se habría divertido mucho más si hubiera corrido todo el Tour no de amarillo, sino de lunares rojos, el maillot que más le gusta y que la victoria en Luz Ardiden le regala.
“Qué bonitos son los lunares”, dice el esloveno, después de habérselos arrebatado en dos días a Wouter Poels, que lleva todo el Tour penando por ellos, y peleándose sin descanso con Michael Woods y Nairo Quintana, que lucha sin recompensa. “Pero, qué lástima, la prioridad es el amarillo”. Y con el amarillo le han llegado, como en 2020, el bonus del blanco de mejor joven, y los lunares.
Al Tour le quedan tres días, dos sprints para que Mark Cavendish, siempre de verde, supere a Merckx y una contrarreloj para que Pogacar supere a Vincenzo Nibali, el ganador del siglo XXI con mayor ventaja sobre el segundo, 7m 37s sobre Péraud en 2014. El esloveno aventaja a Vingegaard, el segundo, en 5m 45s. Y le aplaude el presidente Macron, que visitó la fragua de Sainte Marie de Campan en la que Eugène Christophe, quien nos enseñó que el Tour es la vida, soldó la horquilla de su bici rota bajando el Tourmalet en 1913, se montó en el coche rojo del director de la película, Christian Prudhomme, y voló hasta el siglo XXI, al ciclismo de videojuego, o así. Intentó hablar con Guillaume Martin, que pedalea, filosofea en serio y escribe, y pasa de su presidente Y luego se montó en su helicóptero, y paf, desapareció.
“El pasado es el pasado”
Amanece el día con la noticia de la tradicional visita de los gendarmes antidopaje a un hotel del Tour para registrar habitaciones y vehículos de un equipo. El afortunado en 2021 ha sido el Bahréin Victorious (18 victorias en lo que va de año, un podio en el Giro, dos etapas en el Tour y el noveno puesto, por ahora, de Pello Bilbao), al que esperaban los gendarmes el miércoles por la tarde en su hotel de Pau. Los policías se llevaron papeles y archivos de datos con los entrenamientos y los vatios de los ciclistas, y convocaron a su médico, el polaco Piotr Kosielski en una comisaría de París cuando esto acabe.
A Tadej Pogacar se le pregunta por ello en la conferencia de prensa y el esloveno, sin perder la calma que tan bien le luce en la carretera pedaleando, responde que no sabe mucho del asunto, que son cosas muy raras pero que si sirven para controlar mejor a todos, pues mejor.
Aprovechando su entrada en las aguas del dopaje, otro tema recurrente del Tour cuando un líder se muestra tan superior, se le pregunta al esloveno que cómo siendo tan majo como se aguanta teniendo a su lado al dueño de su equipo, a suizo Mauro Gianetti, de sulfurosa fama como corredor y como mánager de escándalos, como los Riccò y Piepoli y todo su Saunier Duval expulsado del Tour de 2008. Y, siempre sin acelerarse y sin ponerse nervioso, como si ya tuviera preparada la respuesta, Pogacar responde. “Poco puedo decir del pasado de Gianetti, que siempre ha sido muy bueno conmigo”, dice. “Además, el pasado es el pasado, pero el nuevo ciclismo, el de mi generación, la de Remco, Vingegaard, Pidcock, Bernal, Van Aert, Van der Poel..., es mucho más bonito”.
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