En el día de la agonía del Tour de Francia, el protagonista solo puede ser Mollema
La víspera de Andorra, el calor pega en el asfalto a los ciclistas a las puertas de los Pirineos, donde Pogacar permite una fuga de la que sale ganador el neerlandés
Se motiva el comentarista que vocea en meta y proclama que los ciclistas tienen hormigas en las piernas, qué ganas de moverlas, dice, y en realidad querría decir que, triste metamorfosis, tienen piernas de hormigas marchando en fila de a una, voluntariosas.
O que no tienen piernas, sino un lugar en el cerebro llamado dolor, como Nairo Quintana, que confiesa que este Tour de Francia le duelen las piernas más que nunca en su vida, pero le aclaran, te duelen como siempre, solo que ahora que no eres el Nairo tremendo que eras de más joven, no aguantas el dolor, y Nairo baja la cabeza cuando se fugan pretendientes al maillot de lunares que lleva como un trofeo a su pasado –por delante, dos terceras y tres segundas, puntos en juego--, y no pelea por ir a la fuga, no pelea por defender sus lunares, que pierde (y los lleva ahora el canadiense Michael Woods). El león de Tunja no puede acompañar a su ahijado Sergio Higuita, el león de Medellín, Monster, su otra mitad el día más duro, frío y lluvia, de los Alpes.
Y tampoco se trata del dolor, porque viéndoles arrastrarse son caracoles pegados al suelo ardiente, al asfalto que se derrite en el país cátaro y, pese a que lo riegan para enfriarlo, la gravilla de la carretera se va pegando a las ruedas en el viaducto llamado del caracol, que gira sobre sí mismo en el col de Saint Louis y, lento, lento, marcha Bauke Mollema, que no avanza y pedalea, como pasa en los sueños feos.
Es el día en el que la palabra agonía encuentra su significado verdadero en el Tour de Francia, es el día en el que pedalear es luchar contra la desesperanza, es creer. Es el día del neerlandés Mollema, un clásico, amante de la agonía desde niño, cuando iba a colegio en bicicleta y buscaba el camino más duro, la duna, el canal, en el que más fuerte diera el viento de cara, y él se doblaba y sacaba chepa y a chepazos avanzaba y llegaba, como 20 años más tarde avanza junto a las riberas del Aude, desde las que no le llega brisa sino humedad, calor que asfixia. Y quizás es todo una ilusión, porque Mollema, de 34 años, que se ha escapado de la gran fuga a 41 kilómetros de la meta en Quillan, y también todos los que persiguen y nunca le rebajan ni un segundo, avanza de verdad, y gana la 14ª etapa, una de esas que todos llaman de desgaste terrible, y la víspera de Andorra, a 43 de media.
El día de la agonía es el día de Guillaume Martin, el ciclista que estudió filosofía y escribe libros de filosofía, y reflexiona sobre su oficio y el valor que tienen los campeones ciclistas, y sabe de qué va la vaina. Aunque está a menos de 10 minutos en la general, le permiten ir en la fuga, iniciada muy tarde, en el kilómetro 100, tras un comienzo de etapa explosivo al salir de Carcasona hacia el sur, donde ya respiran los Pirineos. El UAE de Tadej Pogacar, siempre sonriente de amarillo, le da margen, cinco minutos, y tampoco inquieta a los que piensan en ser segundo, pese a que se les cuela un cliente más, y Martin es ahora segundo, a 4m 4s, un minuto por delante de los demás secundarios, que no se vuelven locos. “Una fuga así le va a pasar factura, seguramente”, dice Enric Mas, uno de ellos. “Habrá gastado mucho más que los que íbamos en el pelotón”. Y el propio Martin, que sabe más que ellos de cómo se siente, les da la razón cuando quiere calmar el ardor de los franceses, que ya le ven ahí arriba hasta el final. “No, no”, dice el escalador normando. “No pienso en la general. Solo quiero sentirme libre para arriesgarme todos los días”.
No hay ciclista que no conozca Andorra, un superventas en el pelotón, un trending topic siempre, el larguísimo y tendido Envalira que se sube enlazado con el Puymorens –más de 30 kilómetros hasta 2.408 metros, la cúspide del Tour—o el corto y empinadísimo Baixalís desde el que se desciende el domingo rápido hasta la meta de Andorra la Vella—pues al menos 50 de los corredores en el Tour viven y se entrenan en el Principado, pero quizás ninguno esté tan contento de que las cuatro etapas de la larga travesía de los Pirineos comience allí como el líder Pogacar, que allí, hace dos años, en la Vuelta, consiguió su primera victoria en una gran ronda y el día de la desobediencia de Marc Soler y el granizo tras el descenso de La Gallina se reveló ante el mundo como un grande a los 20 años. “Y, encima, estaba allí mi novia, Urska, y me emocioné muchísimo”, dice el esloveno en un raro rapto de soltar una intimidad (Urska es también ciclista, y durante el Tour pasado, lo primero que hacía al terminar cada etapa Pogacar era preguntar cómo le había ido a su chica en el Giro de Italia, en el que peleaba cotidianamente para no llegar fuera de control: ¿se ha salvado?). “Estoy cansado pero creo que eso mismo dice todo el pelotón. Estoy preparado”.
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