La esperanza atómica de Imanol Erviti
El gregario histórico del Movistar roza la victoria de etapa en Nîmes un día de viento y fuga en el Tour de Francia que el líder, Tadej Pogacar, pasa sin problemas
La esperanza en Saint Paul 3 Châteaux no es el olor a las trufas que revuelven con huevos de corral en un puesto a la salida, ya lo fuera, sino un camión de bomberos, rojo, como il faut, y dos enormes chimeneas cilíndricas, con una nube blanca de vapor en su cresta.
Los bomberos, entre un puesto que regala albaricoques y otro de gorras y camisetas junto a las vallas del Tour de Francia, vacunan contra la covid a quienes lo deseen, que son muchos, y de medio mundo, jóvenes españoles incluidos. Las chimeneas son las de la central nuclear vecina, uranio enriquecido, energía que engaña a los corredores en la salida, y se creen superhombres, vacunados, pilas nuevas, y van a toda, con toda, sin miedo again. Renacidos. El viento les azota y juega con las magníficas sombras de los plátanos de gruesos troncos en las carreteras provenzales, y también les empuja a una media de más de 47 por hora (42,125 kilómetros por hora es la media de Pogacar en la general del Tour sin aliento recorridos ya 1.996 kilómetros), y les refresca aunque llegue cálido, y ellos respiran, sonríen, luchan, se cortan, atómicos se rehacen, y 13 se fugan. Entre ellos está Imanol Erviti, al que le cansa a veces que su madre diga que menudo ciclista, para verle hay que poner el Tour en la tele prontito, que es cuando él sale trabajando, porque cuando llega lo interesante, él ya no está. Define su madre el trabajo de gregario, el oficio que ha hecho grande a Erviti, navarro de 37 años, 12 Tours, toda su vida en los equipos de Echávarri-Unzue, trombonista de labios azules, cianóticos por el esfuerzo al fondo de la orquesta, que se marca un solo en primera fila.
En el pelotón, a colosos de la naturaleza ciclista como Erviti (1,89 metros, 82 kilos) o el alemán Nils Politt (1,92 metros, 80 kilos), que le acompaña en la escapada, se les llama caballos percherones o mulas laboriosas, por su capacidad de trabajo sin fin, más que por otra cosa. Son hombres de frío y de pavés, de Flandes y de Roubaix, donde se exaltan, aunque raramente ganen, son los que tiran del pelotón cuando toca, y no miran atrás, y metido en la fuga, tampoco mira atrás Erviti, aunque sí que piensa en su rutina, y duda de si pararse y dejarse cazar por el pelotón porque quizás su líder, Enric Mas, le necesite si el viento sigue jugando. Pero Erviti mantiene, pese a todo, instinto de ganador, y piensa en ganar, por fin, una etapa en el Tour, como otros antecesores en su puesto en el equipo, Txente García Acosta y Pablo Lastras, ya hicieron hace años.
La generosidad de Erviti consistía en Provenza en regalar emociones a su gente, a los que admiran a los gregarios, que tan poco piden. Con clase y fuerza, el navarro supera la primera selección, la forzada por el hercúleo Politt, de acero parecen sus músculos, el joven australiano Harrison Sweeny y el estilista suizo Stefan Kung. También supera la segunda criba, cuando, a 15 kilómetros de Nîmes, y tras cruzar el Gard por el puente de San Nicolás, la carretera se empina y Sweeny golpea, quizás inspirado por San Teodorito, patrón de Uzès, el pueblo que pasan. Kung se queda. Resiste Erviti, sometido, se percata a una componenda entre el australiano y el alemán, quien, tres kilómetros más adelante, ataca y se va, y Sweeny no le quiere seguir, y Erviti ya está cansado de cerrar huecos y baja los brazos. Termina segundo y triste. 12 Tours tardó en tener una oportunidad. El viernes se prevén abanicos. Llegan los Pirineos el sábado. Hay que trabajar para el jefe. La mula laboriosa vuelve al yugo.
Los bomberos, la energía atómica, son la momentánea cura para la desesperanza de los corredores, deprimidos en el Mont Ventoux, agotados, acabados, en el día 11 del Tour.
Quedan 10 días aún y los ciclistas y los aficionados repasan las clasificaciones con mirada decaída. No les alarma que el segundo en la general esté a más de cinco minutos de Tadej Pogacar, ileso, lo que es mucho (exceptuando la excepción del 2014, el año de las retiradas de Froome y Contador, caídos, de la ausencia de Nairo, y la victoria de Vincenzo Nibali con más de siete minutos sobre el viejo Péraud, ventajas como la del esloveno solo se dieron, en lo que va de siglo XXI, en los Tours borrados de Armstrong), ni las siete retiradas en el monte calvo ni que llegara uno fuera de control y otro, el danés Andersen, que llegó a más de 47 minutos de Van Aert, se librara por segundos. Lo que horripila es la lista de sancionados por el llamado bidón pegajoso, el último recurso para sobrevivir de los más débiles, que se acercan al coche del equipo y agarran un bidón que les asoma el director para subir remolcados. Nada menos que 11 ciclistas son sancionados, todo un récord, y otros tantos advertidos por los comisarios, que vigilan sobre todo a los sprinters, un ojo para Bouhanni, al que cazan, otro para Cavendish, que se libra porque, nuevos hábitos, en vez de dejarle un coche su equipo le deja dos gregarios para que le ayuden.
Para la desesperanza de Richard Carapaz, el ecuatoriano que más, y con menos provecho, ha atacado a Pogacar, no hay más cura que la paciencia y los Pirineos. Y una esperanza muy tenue, muy matizada, que ni la crisis del maillot amarillo en el Ventoux el miércoles, aumenta. “¿Irá a menos Pogacar?”, se le pregunta al líder del Ineos, que responde con risa triste: “Jajajaja, bueno, vamos a ver, lo que se ha visto en los últimos días... ha sido increíble el nivel que tiene, pero... no sé si lo del Ventoux fue casualidad o se quedó porque él quiso”.
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