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Area di rigore
Columna
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Totò Schillaci y el peligro del amor de verano

La historia de los mundiales y loas eurocopas está llena de jugadores que deslumbraron y sedujeron a grandes clubes donde se diluyeron

Schillaci, en Italia 90.
Schillaci, en Italia 90.
Daniel Verdú

Una de las normas básicas del verano era que cualquier historia de amor surgida en el calor estival no debía proyectarse más allá del mes de septiembre. En agosto, con los efluvios del sol, la playa y el alcohol del garito del pueblo todos los gatos son pardos y se impone aquella idea del verano eterno del mítico documental de surf de Bruce Brown (The Endless Summer, 1966): si tienes suficiente dinero y tiempo, el sol y la felicidad no terminan nunca. De lo contrario, la gravedad del otoño y la dureza del invierno muestran siempre las costuras reales del amor y los límites de nuestra imaginación. Sucede exactamente igual con algunos jugadores que triunfan en Eurocopas y Mundiales y liquidan ese espejismo en el banquillo de algún club incauto. Calma, nos ha pasado a todos y todas.

Totò Schillaci, un siciliano de ojos grandes y más calle que arte, se coronó en esta especialidad poniendo patas arriba el Mundial de Italia 90. Fue el máximo goleador del campeonato (6) y su mejor jugador. Tanto que ese año fue también el segundo clasificado en el Balón de Oro que se adjudicó a Lothar Matthaus. Schillaci militaba en la Juventus en aquella época, pero después de su tremendo Mundial comenzó un ocaso que tocó fondo cuando, al final de un partido contra el Bologna, amenazó a la manera siciliana a Fabio Poli, que le había estado provocando: “Haré que te peguen un tiro”.

El tiro, en realidad, se lo pegó él mismo. Fue justo en el pie que le había proporcionado fama y dinero en aquel Mundial. Porque la decadencia tras aquel episodio le condujo con más pena que gloria al Inter, donde fue apartado del equipo antes de terminar su contrato, y a liquidar su carrera en el Júbilo Iwata japonés, donde volvió a ser un ídolo antes de terminar como concejal en Palermo.

Todo Mundial o Eurocopa tiene a su Schillaci. Un fenómeno difícil de descifrar científicamente porque consiste en algo tan metafísico como rendir por encima de las propias posibilidades reales (el Cholo es un maestro en crear esa ilusión óptica en jugadores que luego terminan en el Barça). Pero nos pasa a todos. James Rodríguez iba a comerse el mundo. También fue el mejor de aquel Mundial de Brasil en 2014, donde calzó seis goles -máximo goleador del torneo- y deslumbró con su visión de juego. El Madrid pagó 80 millones hasta que se hartó de él y siguió sufragando parte de su ficha en el Bayern para acabar traspasándolo al Everton (no ha sido convocado para esta Copa América).

Las Eurocopas son escaparates más modestos, pero alumbraron también a fabulosos ángeles caídos, como el checo Milan Baros, que sobresalió en la más extraña de la historia -en 2004 ganó Grecia y coronó a al delantero Angelos Charisteas- o al mítico Andrei Arshavin, en la de 2008. El ruso asombró al mundo con su velocidad y regate eléctrico en la selección que dirigía Guus Hiddink. Aquel anzuelo estuvo a punto de morderlo el Barça, pero terminó en el Arsenal consumiendo su genio. Y es extraño, porque el pasmo veraniego es una especialidad en el Camp Nou. Vivimos casos sonados, como el de Rustu, que hizo un Mundial de Corea-Japón en 2002 estupendo con Turquía, tercera ese año. Lo trajeron Laporta y Rosell nada más aterrizar. Fue el primer fichaje de aquella era, pero sospechosamente tenía el mismo agente que Beckham (el israelí Pini Zahavi) y formaba parte, sin sospecharlo, del cortejo al representante que debía consumar la promesa electoral de aquella junta de traer al marido de una de las Spice Girls. Rustu jugó siete partidos y pasó en Barcelona una sola temporada.

La chispa y los peligros del enamoramiento veraniego construyen maravillosas fábulas futbolísticas (y biográficas) como la de Schillaci. Este año, en un torneo sin grandes estrellas en la mayoría de equipos, hay ya algunos candidatos a ese trono. El problema es que cada vez es más difícil vivir ese espejismo con tanto especialista en fútbol internacional, capaz de memorizar álbumes de cromos de siete países distintos y susurrar a coro a los clubes más incautos los riesgos de una historia de amor frustrado.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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