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Columna
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La expropiación sentimental y el silencio de los corderos

La potente reacción inglesa contra la Superliga contrasta con la tibieza y la abulia en España

Santiago Segurola
Un aficionado del United, en Old Trafford con una cartel que dice: "Tú puedes comprar nuestro club, pero no nuestro corazón y nuestra alma".
Un aficionado del United, en Old Trafford con una cartel que dice: "Tú puedes comprar nuestro club, pero no nuestro corazón y nuestra alma".CARL RECINE (Reuters)

No cede un centímetro la fragorosa reacción de los aficionados de los seis clubes ingleses que firmaron la creación de la Superliga, operación abortada en 48 horas. La suspensión del Manchester United-Liverpool es un salto gigantesco en la deriva del conflicto. Consideran que este proyecto era el paso definitivo en la expropiación sentimental del fútbol, y por ahí no están dispuestos a pasar.

Tratados como simples consumidores sin otro derecho que comprar camisetas, pagar las cuotas televisivas por disfrutar del juego que les apasiona y servir de obedientes engrasadores de la maquinaria mercantil, los aficionados ingleses han identificado la Superliga como la última oportunidad de manifestar el poder de la gente frente a la apisonadora que pretende acabar con el fútbol tal y como se le ha conocido durante décadas.

No es el fútbol lo que huele a podrido. Ha atravesado tres siglos, ha superado dos guerras mundiales, se ha adaptado como un guante a los incesantes cambios tecnológicos, ha cautivado a todos los continentes y fascinado a todas las clases sociales. Es la magia del poder de adhesión de un juego sencillo, que apenas ha variado en sus aspectos más básicos y que sólo ahora se enfrenta a un proceso de desnaturalización. O sea, de americanización.

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El VAR y su idea de fraccionar el juego, para constreñirlo y examinarlo con una minucia microscópica, forma parte decisiva de un proceso que le roba el alma al fútbol y lo traslada al universo estadounidense del deporte, dentro y fuera de los estadios. Dentro ha perdido gran parte de su ingenua naturalidad. Empieza a estar tan reglado, sub reglado y micro reglado que produce náuseas. Fuera es objeto de la codicia que gobierna los intereses de la mayoría de sus patrones, casi todos ajenos al trascendente significado social del fútbol.

Los autores del fracasado blitz desestimaron la reacción de los hinchas, de un público que desconocen: el inglés. A la vez que la Premier League ha sido el referente que ha guiado el codicioso proceso del fútbol en el mundo, los aficionados ingleses nunca se han resignado a un papel sumiso. Sienten que el fútbol discurre por la médula de sus pasiones, de sus comunidades, de la interacción que define el profundo arraigo de su cultura social.

Resulta que la gente existe y tiene el poder que se le quiere negar. A la respuesta inglesa, perfectamente articulada desde su amplísima base, no le ha faltado el apoyo político, ni mediático. Ha sido una bofetada radical, sin contemplaciones, de consecuencias inmediatas. Los clubes ingleses se retiraron entre lamentos y disculpas. Han dejado en cueros a la Superliga y anuncian que se olvidan del asunto.

La potente reacción inglesa contrasta con la tibieza y la abulia en España, donde solo la Liga Profesional se ha enfrentado a una operación segregadora. Predomina el silencio de los corderos. El secretario de Estado para el Deporte, José Manuel Franco, habitual del palco del Bernabéu, ha pasado de puntillas por un episodio que le alcanza de lleno. José Luis Rubiales, presidente de la Federación Española, no ha pasado de la suave formalidad en una respuesta que contrastaba con la virulencia de Alexander Ceferin, su jefe en la UEFA.

Al contrario que Boris Johnson y Emmanuel Macron, Pedro Sánchez se ha tapado sin disimulo. El PP, el partido que utilizó el fútbol para instaurar la ley del interés general en el deporte, no ha dicho una palabra. De las hinchadas no se sabe nada. Aquí, dos clubes de la Superliga son 100% propiedad de sus miles de socios. Serían la envidia de los ingleses. Uno es el Real Madrid; el otro, el Barça. Los dos únicos que permanecen entre los cascotes del derrumbe.

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