La industria arbitral invade el fútbol
La coartada no fue otra que la justicia, como si hubiera alguna posibilidad de que el fútbol sea puritano. Nunca lo fue y nunca lo será
Unas pocas reglas sirvieron para regular el fútbol durante décadas, un juego que siempre privilegió la mirada amplia al detalle microscópico. Era falta lo que veía el árbitro en un campo de casi 7.000 metros cuadrados. El patrón emocional conducía las opiniones del público. Si el perjudicado era su equipo, protestaba. Si salía beneficiado, aplaudía. Era una estructura simple, sin pretensiones sofisticadas. Ya no. El fútbol ha cambiado las carencias de la sencillez por los excesos normativos y burocráticos.
El árbitro siempre fue una figura necesaria y lateral a la vez, un hombre sin otra ayuda que un silbato y suficiente cera en los oídos. No se ama al árbitro, ni antes, ni ahora, pero en otras épocas había algo poético en su destino de personaje detestado. Estaba solo y desarmado, excepto de su circunstancial poder durante 90 minutos. Fuera del campo, estos señores no interesaban a nadie.
El poder siempre tiene consecuencias. También en el fútbol. El árbitro comenzó a cobrar conciencia de su trascendental posición y pasó del anonimato social a una creciente popularidad mediática. Si era por cuestiones escandalosas, mejor. Lejos de perjudicarle, el conflicto le realzaba, perversión que nos obliga a recordar a los más barulleros y a olvidar a los más sensatos en la historia del arbitraje.
No existía, sin embargo, una industria. El árbitro vanidoso, golferas o incompetente se la jugaba solo y se le veía a la legua. Era un personaje obligatorio y artesanal, ubicado en el ambiente como un sospechoso por naturaleza. La tecnología cambió su ubicación. Con la televisión, apareció el antiguo árbitro que comenzó a juzgar las decisiones de sus anteriores colegas. Funcionó como reclamo de la audiencia y la radio le abrió nuevos horizontes. Cada programa, un árbitro. Cada partido, otro.
El crecimiento se ha disparado en los últimos años, hasta forjarse una industria arbitral, no en el campo mediático, sino en el corazón del fútbol. Aquel juego de escasas reglas se ha transformado en un mamut normativo, impulsado por un sistema burocrático que crece exponencialmente. Se condenó al solitario sospechoso habitual, se trasladaron las grandes decisiones del juego fuera del estadio y se propició una pirámide que nos llena de árbitros por todos los costados.
La coartada no fue otra que la justicia, como si hubiera alguna posibilidad de que el fútbol sea puritano. Nunca lo fue y nunca lo será. Es un juego que encontró muy pronto su alma callejera, lugar donde coexisten las mejores cualidades del hombre —la nobleza y el respeto por las reglas de la buena convivencia— y algunos de sus defectos más marcados, la picaresca y el engaño entre otros.
Vigilar la moralidad del fútbol, dentro y fuera del campo, es una obligación. Desatender este principio empuja a la corrupción, el desánimo y finalmente al descalabro. Pero el buen cuidado de este juego no pasa por la creación de un sistema opresivo, hiper vigilante, ininteligible y pelmazo.
Las cuatro reglas del fútbol se han convertido en 400 que la gente y los jugadores cada vez entienden menos, adheridas a la proliferación de jueces que las interpretan a su manera en cada instancia: unos en el campo y otros, vestidos de corto en un despacho oscuro. Y en medio, el VAR, instrumento que ni siente ni padece y al que se atribuye un afán de justicia que se jalea cuando la uña del jugador marca un fuera de juego. Casi todo lo demás sigue siendo igual de discutible y controvertido que antes, pero con más lío, más contradicciones y más gente en la pomada. Puede que hasta con más sospechas. Es el efecto de la industria arbitral, el nuevo gigante que aturde y descoloca a todo el mundo.
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