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El juego infinito
Columna
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Neymar y las bajas pasiones

La caza al brasileño es el deporte de moda en Francia: sus rivales van armados con una guadaña y él se defiende tirando caños, una lucha desigual

Jorge Valdano
Jorge Valdano

Fútbol a pesar de todo. Al fútbol pandémico le conviene la televisión. En estas condiciones es más agradable verlo en el sofá de casa que en los estadios. Un campo de fútbol es un juguete grande que funciona con las pilas de la ilusión humana. Es esa pasión carnavalesca la que le da vida al juego infinito. Por esa razón, ir a Valdebebas, cruzada por el viento invernal a las nueve de la noche, para ver al Real Madrid en un estadio vacío, tiene más de cruda realidad que de juego, más de inhóspito que de festivo. Es el balón, juguete pequeño e infalible, el que cuando empieza a rodar nos recuerda que estamos ante un partido de fútbol. Pero es necesario hacer un esfuerzo mental para dotar de seriedad clasificatoria a lo que estamos viendo. No me gustaría ser jugador de este fútbol, por eso valoro tanto que todo esto siga adelante.

El clásico veredicto. El Barça y el Madrid están en medio de un proceso de transición que no será corto y que los está poniendo ante un presente insoportablemente pequeño en relación con el esplendor del pasado. Todo les cuesta trabajo, como si intentaran subir por una escalera mecánica que está bajando. Resultados desiguales, juego irregular, entrenadores enfadados, líderes (Ramos y Messi) que amenazan con cerrar la puerta por el lado de afuera, debates mediáticos… Lo clásico. Los dos clubes sufren (porque todo les cuesta mucho) y se consuelan (porque el rival tampoco despega) de un modo parecido. Pero como esos dandis venidos a menos que llevan con dignidad una ropa deslucida, los dos se rebelan ante la mediocridad y siguen mostrando orgullo competitivo para decirnos que no todo está perdido. Ahora llega la exigencia de la Champions para dictar veredicto sobre el futuro. Hay dos posibilidades: será soportable o insoportable.

¿Y los árbitros para qué están? La caza a Neymar es el deporte de moda en Francia. Sus rivales van armados con una guadaña y Neymar se defiende tirando caños. Se mire como se mire, una lucha desigual. La habilidad siempre tuvo fama de provocadora entre los defensas más salvajes, pero nos hemos desacostumbrado a sus efectos porque, por fortuna, no quedan tantos salvajes y, por desgracia, quedan pocos habilidosos. Uno de los más expresivos es Neymar, que con un repertorio técnico maravilloso tiene mil maneras de escapar, y eso ha desatado bajas pasiones que teníamos olvidadas. Sobre el reparto de responsabilidades no tengo dudas: es culpable el que está fuera del reglamento. Pero Neymar debe corregir una tendencia irritante a soltar la pelota un segundo después de lo debido. Como si quisiera decirles a los posibles agresores: “No os tengo miedo”. El problema surge cuando los que tienen miedo son los árbitros.

Y que cumpla muchos más. Hay personas que tienen el mérito de superar a su destino. En el ámbito futbolístico nadie lo logró de un modo más admirable que Cristiano Ronaldo. Nunca fue un término medio, pero sin nacer genio está autorizado a comer en la mesa de los mejores de la historia. Esta semana cumplió 36 años y, como ya no juega contra los equipos rivales sino contra sus porterías, lo festejó soplando goles. Es su manera de decir no solo que está vigente, sino que sigue insaciable. Ronaldo es un jugador que se construyó un físico escultórico y que progresó futbolísticamente hasta límites extraordinarios, pero lo que explica su constante progreso y lo define como jugador y persona es su ambición de gloria. Todo (goles, elogios, fama, premios, dinero…) le parece poco, y ese combustible potencia tanto su capacidad de superación que si se propone jugar hasta que el cuerpo aguante no hay que descartar la inmortalidad.

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