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pista libre
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un respeto, por favor

Mientras se concreta el futuro de la Superliga europea, tan cercana que casi está aquí, los grandes aceptan de mala gana los rigores de las ligas nacionales

Santiago Segurola
Morales celebra su gol al Madrid.
Morales celebra su gol al Madrid.ep

Obsesionados con su deseo de convertir el fútbol en un selecto club de fumadores, los grandes miran con aire condescendiente al resto de la especie. Estamos en la hora del elitismo y la megalomanía, y por tanto de una desigualdad que crecerá imparable cuando los capitostes del negocio —los clubes más poderosos, las organizaciones que les amparan, los patrocinadores que les forran y el habitual mundillo de aprovechados— diseñen una competición exclusiva para ellos, a la que unos pocos accederán de vez en cuando y por invitación, que es la formalidad que utilizan los ricos de este mundo para marcar el territorio y segregar a la plebe.

El fútbol se ha alejado tanto de sus orígenes que es inútil tomarlos como referencia. Casi desde el principio se establecieron diferencias. Muy pronto los pueblos se impusieron a los barrios y las ciudades a los pueblos: el Arenas de Getxo y el Real Unión de Irún pertenecieron al grupo de fundadores de la Liga, antes de que Bilbao y San Sebastián ejercieran su poder sobre ellos en el incipiente mundo profesional. No es novedad, por tanto, la influencia del dinero y la demografía, así que comienza a concretarse un nuevo salto, el de las ciudades a las grandes metrópolis.

¿Cómo iba a castigar la UEFA los pecadillos del Paris Saint-Germain, el club de la capital francesa y sus 12 millones de habitantes, plataforma política, económica y comercial de primer orden mundial? Hasta para esas cuestiones se aplica una lógica clasista. A quién le importa la sanción al Manchester City, un recién llegado que ni tan siquiera es el principal equipo de su ciudad.

Mientras se concreta el futuro de la Superliga europea, tan cercana que casi está aquí, los grandes aceptan de mala gana los rigores de las ligas nacionales, donde se miden con equipos que muy pronto perderán de vista. Juegan su Liga, pero no están en su liga. Contra esta molesta sensación no hay mejor antídoto que la Copa de Europa, el tótem que se eleva sobre las miserias domésticas, hasta que los prebostes del nuevo fútbol conviertan a más de la mitad de los equipos champions en ciudadanos de segunda.

Hasta que eso ocurra, el Real Madrid y el Barça, los dos clubes más empeñados en un formato exclusivo del fútbol, atienden sus obligaciones en la Liga, donde encuentran la oposición de rivales pegados al suelo, sin más sueños que hacer bien su trabajo y llegar a buen puerto. Gracias a ellos, el fútbol se ha articulado en todos los rincones de España, dinámica capilar que permite reunir en la Liga a potencias como el Real Madrid o el Barça, históricos como el Atlético, Athletic, Real Sociedad, Valencia, Sevilla y Betis, y los admirables representantes de pequeños pueblos —Villarreal y Eibar— y de ciudades suburbiales como Getafe y Leganés.

Aunque las jerarquías están definidas, todos juntos todavía permiten alimentar la ilusión de un fútbol más humano, más amable y bastante más competitivo de lo que los grandes piensan. Basta un repaso a los números del Madrid y Barça en esta temporada. Puede que a sus dirigentes les parezca fastidiosa la competición, pero son los pequeños de la Liga los que están decidiendo el liderato. De los 22 puntos que ha perdido el Madrid hasta ahora, 14 se los han arrebatado los 10 últimos clasificados. En el caso del Barça, ha cedido 10 de 20 puntos ante los rivales de la segunda mitad de la tabla. Es el saludable baño de realidad que acredita a los débiles y desconcierta a los jerarcas, corolario de escaso futuro en un fútbol que gira inevitablemente hacia el lado contrario.

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