Villa Fiorito, la cuna de tierra de Maradona
El barrio de chabolas donde nació el legendario futbolista vive del recuerdo del adolescente que se fue para no volver
Villa Fiorito tiene su propia aristocracia. Sus miembros más selectos están retratados en una foto sacada en 1974. Se puede ver colgada en una pared de Estrella Roja, el primer club de fútbol de Diego Armando Maradona. Con camisetas blancas, los chicos posan para la cámara durante el torneo de fútbol Evita, organizado por el Gobierno peronista de entonces. “Los de la fila de abajo están todos muertos”, dice Juan Carlos Ramírez, Serrucho, como le dicen desde que era niño, mientras señala a Maradona, que lleva la pelota. “Hace dos meses murió este de acá, Patota. Me dolió mucho, porque éramos muy amigos. Este es Orlando Miño, el hermano de Lila. Todavía vive. A este lo atropelló un colectivo [autobús]. Yo soy el que está parado al lado del arquero, que también murió”, explica. El 25 de noviembre fue el turno de Diego.
En el galpón de ladrillo y techo de chapas huele a empanadas fritas en grasa de cerdo. Por dos grandes aperturas sin ventanas se ve la cancha de tierra. Este sábado hay torneo. Juegan La Repa contra Central, dos equipos del barrio. No hay césped, no hay tribunas, no hay líneas blancas de cal en el suelo. Hay mucho polvo. Este es el potrero más grande de Villa Fiorito, el barrio de chabolas donde Maradona nació hace 60 años, fronterizo con la ciudad de Buenos Aires. Según el aristócrata que toque, dirá que Diego jugó aquí o que nunca lo hizo. “La cancha original estaba a dos cuadras. Ahí filmaron esa famosa frase de ‘mi sueño es ganar un Mundial’. Ahora hay casas, no queda nada de ese potrero”, dice Serrucho.
Este hombre pequeño se gana la vida con una imprenta que tiene en su casa, ubicada a 20 metros de Estrella Roja. Es miembro selecto de aquellos que han forjado la memoria del barrio. Aquí son cuentapropistas, cartoneros, vendedores ambulantes o empleados de pequeñas fábricas. Muchos viven de la ayuda del Gobierno. Todos son pobres, pero no son todos iguales. Si el vecino tiene alrededor de 60 años y no es un recién llegado, seguro jugó a la pelota con Maradona. Incluso pudo ser su amigo, como Serrucho y Orlando Miño, que no quiere hablar de Diego porque se le llenan los ojos de lágrimas. Su hermana Lila sí habla, y mucho. También sonríe. Hoy está a cargo del bar del club porque su marido, Armando, se fue con sus amigos a comer un asado para despedir el año. Lila y su amiga Julia Caldona son las responsables de las empanadas de carne.
“Éramos jóvenes y Maradona nos iba a buscar a las chicas a la escuela a la noche. Años después, cuando ya se había ido del barrio, yo trabajaba en una casa de familia en Villa Crespo [en el centro de la ciudad de Buenos Aires], al lado de un negocio de ropa deportiva. Un día había revuelo porque estaba Maradona y yo le dije a la señora donde trabaja que lo conocía. No más que me ve y me dice: ‘Hola, Lila, querés salir esta noche’. ‘Pero Diego, yo tengo novio’, le digo. Teníamos 18 años. A Maradona le gustaban mucho las chicas, era un chamuyero [zalamero]. ¡Hasta yo podría haber tenido un hijo de Maradona! Mi hija siempre me pregunta si no son hijos de Maradona”, cuenta, y no deja de sonreír.
A metros de Villa Fiorito corre el Riachuelo, el río más contaminado de Argentina. Basta cruzar ese hilo de agua negra para estar en la ciudad de Buenos Aires. Serrucho hace de guía hasta la casa de Maradona, ubicada a unas cinco cuadras del potrero. Dice que añora las calles de tierra, porque se considera “un pato de laguna”. “En esta esquina había un zanjón donde veníamos con Maradona a cazar ranas. Antes era todo más divertido”, dice. Pero enseguida recuerda que no tenían agua corriente, que una sola canilla abastecía a decenas de familias, que la lluvia convertía el barrio en un lodazal y que todos vivían en casas de chapa y cartón. Su padre, como el de Maradona, reemplazó poco a poco el cartón por ladrillos, hasta que el barrio se llenó de cemento. En 2008, las calles de tierra se cubrieron de asfalto y llegaron las cloacas. Villa Fiorito sigue pobre, pero al menos no se inunda y no huele a agua estancada.
La casa de Maradona es el resultado de esa transformación precaria, hecha a pulmón. Hoy luce abandonada, pintada de urgencia con el rostro del jugador y los rayos amarillos del sol. El ocupante actual, que lleva 45 años allí como “casero”, se afeita en un espejo minúsculo que ha colgado junto a la puerta. Entre la casa y la calle se amontona la basura. Su hijo, de unos 40 años, se pone violento porque cree que Serrucho ha cobrado por la visita. “Todos hacen plata menos nosotros”, se queja. Lorenzo suelda una reja a metros del lugar. Fue entrenador de Maradona y conoce a Serrucho de aquellos años. “Contá la verdad, que Maradona nos abandonó”, dice, muy enojado. Muchos aquí creen que el astro pudo hacer más por los vecinos que dejó atrás cuando se convirtió en una estrella. “No entienden nada, Maradona hizo mucho, pero en silencio”, replica un hombre joven que escucha las quejas de Lorenzo.
El joven que ha hablado no ha conocido a Maradona. Lo mismo que Gastón Flores. Tiene 28 años y organiza el torneo amateur que enfrenta a los equipos del barrio. “Me hubiese encantado verlo jugar. Acá se sintió mucho su muerte, hicimos un minuto de silencio todos los equipos. Pero nosotros ya estamos en la edad de Messi, no de Maradona. La muerte de Messi generaría más movimiento que la de Maradona”, dice. Gabriel Villalba, de 26 años, no está de acuerdo. “Es una falta de respeto a dios decir que Messi es mejor. Acá todos te dirán que estás equivocado. Cuando vino en 2005 parecía que en Villa Fiorito regalaban oro, estaba todo el mundo. Mi viejo se puso a llorar cuando murió Diego, porque nos regaló una alegría enorme”. ¿Ayudó Maradona al barrio? “Sí, pero se comieron la plata”, dice. A su lado, un compañero de equipo muestra un tatuaje con el rostro de Maradona. El jugador no lleva la camiseta argentina ni grita un gol, sino que fuma un habano y viste de frac. Es el Maradona millonario, el que estampó en su pierna izquierda a Fidel Castro y en su hombro derecho al Che Guevara.
Asalto a la abuela
Los aristócratas son una fuente inagotable de anécdotas, engordadas por recuerdos difusos, pero siempre ricos. Recuerdan una noche que suena a cuento de fantasmas: en 2010, el tren que en aquel entonces aún pasaba por Villa Fiorito transporta a Maradona como un secreto. Diego deja entonces su firma en una O de Fiorito en el cartel de la estación. “Al otro día, habían arrancado la letra con un cortafierro”, recuerdan.
Luego llegan las historias del fútbol. “De vez en cuando, Maradona jugaba en el equipo de Goyo [el amigo de la infancia que lo llevó a Argentinos Juniors] en esta cancha. Pero el padre no quería, porque Diego ya estaba en los Cebollitas y tenía miedo de que se lo rompamos”, dice Francisco Centurión, de 70 años. Desde detrás de una reja emparchada con alambre revive las escapadas de Maradona para burlar la prohibición. “Cuando llegaba el papá, Diego se escondía en una zanja que había al lado de la cancha y los chicos nos sentábamos adelante para taparlo. ‘Avisen cuando se vaya el viejo’, nos decía. Lo suyo eran las gambetas. Se divertía porque hacía lo que quería con nosotros, que éramos más grandes que él”, cuenta.
Hugo Cordero es dos años mayor que Maradona. Habla lento, con la mirada fija en un punto, sin dejar de sonreír. Recuerda que Diego jugaba con los amigos, pero siempre en la posición del tres, para evitar las patadas destinadas a los delanteros habilidosos. Y confirma, sin que nadie lo pregunte, la versión de que Maradona no era de Boca sino de Independiente. Más historias: “Cuando se fue de acá, se llevó a toda la familia, pero la abuela no quería irse. Entonces le pidió a unos amigos que simularan un asalto para darle un susto. Así se la pudo llevar del barrio”.
Juan Carlos Kollman, de 61 años, es el encargado de mantener con vida al club Los gauchitos y su cancha de tierra. “Tenemos el honor de haber conocido a Maradona”, dice. Hace 15 años, el jugador convirtió ese potrero de tierra en una cancha con césped, sistema de riego automático y dos pequeñas tribunas de cemento, las únicas del barrio. Hoy no queda nada de aquel verde, del sistema de riego apenas afloran algunas mangueras de goma entre los pozos de tierra y las tribunas están ennegrecidas de hollín. “Durante la pandemia venían acá a quemar cables, para quedarse con el cobre. Esto se convirtió en un basural”, lamenta Kollman. Es su ilusión recuperar el sistema de riego, alimentado por una bomba eléctrica que tuvo que proteger contra los robos con una caja de cemento.
El club Los gauchitos está a solo 300 metros del legendario potrero de Estrella Roja. Ambos están separados por un barrio joven, nacido en los años noventa, llamado, cómo no, Diego Maradona. Aquí sí se ven los pasillos de tierra típicos de las villas de emergencia de Buenos Aires y las casas son mucho más precarias que en el centro de Fiorito. Luciana Aguileira trabaja entre esos pasadizos estrechos desde 2005 como parte de una agrupación política que da asistencia social. Ella recuerda que hace unos años con cada lluvia “el agua llegaba hasta la rodilla”. Eran los vestigios del Fiorito que en 1976 vio partir a Maradona.
El loro y Kusturica
Los regresos del futbolista a su cuna de tierra fueron pocos, y se mezclan con el mito. “A los tres años de su partida nos encontramos, vino con una limusina”, recuerda Serrucho. “Me ve y me dice: ‘Vení, Serrucho, vení, vamos de joda [de fiesta]’. Le puse una excusa, porque no iba a poder seguirle el tranco por el tema del billete. Entonces nos quedamos chupeteando whisky en la limusina. Vino otra vez en 1977, con un camión de juguetes para el día del niño. Pero no pude verlo. Yo tenía un loro y cuando Diego me fue a buscar el loro dijo ‘no está’, que era una broma que le habíamos enseñado. Eran las nueve de la mañana y yo estaba durmiendo. Diego se fue porque pensaba que el loro era mi vieja que le respondía”, cuenta con una carcajada.
Maradona volvería en 2005, acompañado por el director de cine Emir Kusturica, que rodaba un documental sobre su vida. Durante esa visita, la primera que Diego realizaba al barrio en 14 años, el astro apenas pudo moverse entre la multitud que lo acosaba. Villa Fiorito ya no era un sitio para él, aunque aquellos que lo vieron jugar en las calles de tierra no lo crean así. Sus amigos de la infancia lloraron su muerte, que fue un poco la de ellos mismos. Lila, la hacedora de empanadas, lanza una sentencia ahora tardía: “Estoy segura de que si Maradona hubiese vuelto al barrio, hubiese sido más feliz”.
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