Esconderse de Dios en Augusta
Augusta National no se molesta en disimular su naturaleza elitista: sus socios se consideran unos elegidos y se comportan como tal
Lo que más me gusta de Augusta National es que no se molesta ni en disimular su naturaleza elitista: sus socios se consideran unos elegidos y se comportan como tal. Esto, que podría entenderse como la china en el zapato de un deporte absolutamente democratizado en muchas partes del mundo, lo convierte en una especie de exquisitez añeja de la que se puede disfrutar incluso despotricando, señalando sus anacronismos y denunciando las muchas injusticias que empapan de vergüenza sus casi noventa años de historia. A su manera, es como el hortelano de Armañac: ese pajarillo que se come entero y cuya preparación fue prohibida por la Unión Europea en 1999. La liturgia previa a su degustación exigía colocarse una servilleta de lino en la cabeza “para esconderse de Dios”, lo que nos da una idea de la brutalidad y la arrogancia que implica la experiencia. “Sentí el chasquido de su pequeña caja torácica, luego los jugos calientes que se precipitaban por mi garganta… Sublime”, dice el personaje interpretado por Damian Lewis en Billions: una historia de poder, que es la palabra clave para interpretar y comprender la naturaleza especial de Augusta.
Mas allá de consideraciones históricas e ideológicas, Augusta es un campo de golf majestuoso, de una belleza inverosímil, insultante en algunos puntos del recorrido. También un desafío para los jugadores, el escenario perfecto para la competición porque a la dificultad intrínseca de sus muchas trampas añade el peso de la leyenda: cada uno de los golfistas que salten este jueves a la joya de Georgia, cargarán con su particular colección de las imágenes que los inspiraron a pelear por la ansiada chaqueta verde, esa prenda diseñada para que Dios –si es que lo hubiera– no pierda nunca de vista a los señalados. Es una pieza horrenda, por cierto. De combinación imposible, pero con el encanto diferencial de que no la puede vestir cualquiera, no digamos conseguir que te siente bien: ese hito apenas lo han acariciado Arnold Palmer, Severiano Ballesteros y Nick Faldo, que nacieron ungidos con el don de la percha universal.
Uno puede disfrutar del Masters de Augusta aunque no haya visto un partido de golf en su vida, sensación comparable a la del ateo que llora de emoción al entrar en la catedral de Santiago, una vez rematado el Camino, o a la del madridista que gritó el gol de Iniesta en la final de la Copa del Mundo. Será de la partida Tiger Woods, al que uno debe ver jugar en Augusta National al menos una vez en la vida, si no quiere morir ahogado en un mar de remordimientos. También conviene observar a Jordan Spieth afrontando el hoyo 12, si lo que nos interesa es comprender la verdadera dimensión de un drama. Y estarán los españoles con John Rahm a la cabeza, estimulando ese componente patriótico que tampoco viene mal para disfrutar de cualquier competición internacional. En definitiva, y como cada año, Augusta ofrece los componentes de un espectáculo único en el mundo que, durante los próximos cuatro días, nos dejará pasear por el jardín privado de los poderosos respetando la regla de oro: nada está permitido salvo soñar, disimular y esconderse de Dios.
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