Bennett domina el ‘sprint’ de la Vuelta como dominó los del Tour
Victoria del irlandés en Ejea de los Caballeros al final de una etapa disputada sin aliento alrededor del Moncayo
Cuentan los científicos, y lo explican quizás para hacer rabiar más aún, que mientras los humanos se ven obligados a llevar una vida asocial para combatir la pandemia, todos los virus, y también el SARS-CoV-2, el causante de alarmas, confinamientos y restricciones en todo el mundo, disfruta de una vida social mucho más intensa de lo que se sospechaba. Dicen los científicos que los virus no son agentes solitarios, robots destinados a clonarse en cuerpos invadidos, sino que, antes al contrario, confraternizan, cooperan y compiten, y pueden ser altruistas, gorrones y también tramposos.
Y como lo cuentan así no es pecado pensar que más que de los agentes de una enfermedad tan complicada de combatir se están refiriendo a la personalidad de los distintos componentes de la fauna ciclística y a la vida social y demás relaciones que se establecen en el pelotón de la Vuelta, que llegando a Sádaba acelera ávido en las rectas, que ya se sabe que son infinitas en todas partes, pero en Aragón y sus Villas son más infinitas aún, tirado por gregarios felices, gozando de la alegría que experimentan los que acostumbrados a trabajar y sufrir los ataques de otros sienten que son ellos los que hacen sufrir a los demás. Y, como en el Tour, siempre gana Sam Bennett, el sprinter irlandés que desborda al belga Philipsen, el joven de 22 años que llega tan rápido, en la misma línea. Y está tan contento Bennett que ni lamenta que esta Vuelta tan dura y tan intensa, sin hueco aún para actores secundarios, solo estén previstas tres llegadas al sprint.
Solo lamentan los que tiran (y logran una buena media, de más de 49 por hora) que el cierzo no sople como esperaban, tan de cerca rodearon el Moncayo que crea los vientos, majestuoso entre brumas, por los páramos altos de Soria y el Aragón más llano, el de los campos de molinos extensos hasta donde la vista llega, donde solo son verticales las torres de las iglesias de los pueblos, los silos de cereal y pienso y los depósitos de sal al borde de las carreteras para cuando lleguen las heladas y las nieves. Tiran sobre todo los Movistar, que en la Vuelta, su carrera, se crecen y se multiplican y disfrutan disputándola con intensidad de clásica todos los días. Lo intentan antes, en Magallón, pasadas las naves en las que Mondo produce sus pistas de atletismo, y su director, José Luis Arrieta, el maestro de los vientos, les dice que esperen a Sádaba, no al filósofo, claro, sino al pueblo, que allí es donde algo se podría hacer. Buscan un abanico, su marca de fábrica cuando corren en casa, el símbolo de su superioridad. No hay viento en Sádaba, no hay abanico, un movimiento que tampoco habría disgustado al líder Roglic, tan motivado como los del equipo de Enric Mas, o más aún, pues ya afirma, cumplidas solo cuatro de las 18 etapas, que su objetivo es ganar la Vuelta vistiendo de rojo líder del primer al último día, tal como solo han hecho antes que él Berrendero (1942), Anquetil (1963), Maertens (1977) y Rominger (1994).
Más que una descripción de virólogos ellos, el pelotón, todos los pelotones, merecen quizás un poema visual, una declaración de amor en imágenes a los ciclistas, que no dejan de ser casi unos niños disfrazados de guerreros, y cuando se caen, y se despojan de su aire feroz, despiertan ternura, y así es el documental Volta, de Jon Herranz y Gerard Peris, con el que la carrera catalana, la tercera más antigua prueba por etapas tras Tour y Giro, quiere agasajar al ciclismo el año en que debía haber celebrado su centésima edición, anulada por culpa de un virus con tanta vida social.
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