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alienación indebida
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La balada de Luis Suárez

Al uruguayo lo echará de menos Messi, al que sacó de su burbuja para entregarlo a la vida de los parques, la de los padres con hijos, pero también una grada que comenzó a extrañarlo por defecto

Rafa Cabeleira
Luis Suárez, en uno de los últimos partidos disputados con el Barcelona este verano.
Luis Suárez, en uno de los últimos partidos disputados con el Barcelona este verano.LLUIS GENE (AFP)

Si hacemos caso a las leyendas que cada cierto tiempo cruzan el Atlántico –tampoco existen razones objetivas que aconsejen lo contrario– el primero en advertir el potencial devastador de Luis Suárez fue otro puntero uruguayo con tantos pasados como el cartón reciclado: Sebastián Abreu. Y sucedió, siempre ciñéndonos a la leyenda, en una previa de la Copa Commenbol Libertadores que enfrentó a Nacional de Montevideo con los colombianos de Junior en su hogar de La Barranquilla, allá por el año 2005. “El día que pongas en el equipo a ese gurí, los delanteros nos tenemos que buscar otro trabajo”, aseguran que le dijo ‘el Loco’ entre risas a Martín Lasarte, entonces entrenador del Bolso, el decano de los clubes criollos en América Latina. “Cuando charlaba con él en aquella época, Luis me decía que quería jugar en el Barcelona y a mí me parecía utópico”, recordaría el propio Lasarte a los pocos días de confirmarse su fichaje por el club azulgrana: al final resultó que el único loco en aquella fábula iniciática era él.

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Nada es serio

Ayer mismo, al abandonar la Ciudad Deportiva del Barça, en las lágrimas de Suárez flotaba la cara amarga de los sueños cumplidos: todo lo que empieza, acaba. El uruguayo se despedía de sus compañeros camino de Madrid, donde Simeone parece dispuesto a fantasear por él, y la tristeza lo venció como parte inevitable del duelo. También una cierta frustración, alimentada por un sentido de la autocrítica que podría invitarlo a imaginar otro final. Al tercer máximo goleador en la historia del club le sobró una temporada extraña –la última– y un despiste colectivo en Liverpool que convirtió la posibilidad de reverdecer laureles en una yincana emocional cubierta de espinas. Las catástrofes exigen culpables y los dedos acusadores se dirigieron, en su mayoría, hacia el delantero renqueante que doblaba el volumen a su propia sombra en los días de gloria. Nunca le pesaron los retos ni la responsabilidad, pero acabó sepultado por las cosas de la edad y algún kilo de más a ojos de la crítica: esa báscula caprichosa que juzga el peso de un individuo en función de los logros colectivos. No parece un final que le haga justicia, en definitiva, pero es el que le ha tocado afrontar antes del enésimo comienzo.

Lo esperan con los brazos abiertos en el Metropolitano, sabedores de que enterrar a un futbolista de su envergadura es una tarea ardua, arriesgada, mucho menos que ofrecerle una última oportunidad de redimirse y aprovechar la cosecha. Ya no es el gurí –el jovenzuelo– que impresionó a Abreu en sus inicios. Ni volverá a ser el delantero exuberante que veneraban en Amsterdam y en The Kop. Pero sigue siendo El Uruguayo, palabras mayores cuando se escriben en minúscula y una denominación original del terror cuando se corona con mayúsculas. Lo echará de menos Messi, al que sacó de su burbuja para entregarlo a la vida de los parques, la de los padres con hijos, pero también una grada que comenzó a extrañarlo por defecto cuando no ganar la Liga de Campeones se convirtió en un pecado mortal. Al menos nos quedará el consuelo de que, como en casi todas las leyendas trasatlánticas, la de Luis Suárez en el Barça tocó a su fin con el aire triste de las mejores baladas: bailemos.

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