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Todo el poder para Pogacar

El debutante esloveno de 21 años revoluciona el Tour machacando milagrosamente al favorito Roglic en la contrarreloj y se convierte en el segundo ganador más joven de la historia

Tadej Pogacar, durante la crono de este sábado.
Tadej Pogacar, durante la crono de este sábado.BENOIT TESSIER (Reuters)
Carlos Arribas
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Luz de donde el sol la toma, le decía el Tenorio a su Inés, como Inés es la heroína de la Planche, la belle fille, la gran belleza, que enloqueció al invasor sueco, e Inés, la luz, prefirió arrojarse a un lago desde la montaña antes que entregarse al invasor, y en esa misma montaña, asfaltada, convertida en un tobogán de gloria y tragedia, siempre, la guerra, un chavalín con acné y mirada siempre viva se lanza a por esa luz, que tiene forma de maillot amarillo, que tiene el emblema del Tour de Francia, y lo viste, y se transforma. Sube al podio Tadej Pogacar, Tamau Pogi (pequeño Pogi para la familia), como subió Eddy Merckx en el 69, y al mismo tiempo el hombre llegaba a la Luna, y los prodigios, la humanidad optimista, los consideraba normales, no hay límites para el ser humano, creía, y como Merckx, otro debutante en el Tour, se pone no solo el maillot amarillo, sino el blanco de joven, los lunares de la montaña, y no se pone el verde porque ese, el de los sprints, ya habría sido abusar. En París se convertirá con 22 años menos un día (los cumple el lunes) en el segundo ganador más joven de la historia tras Henri Cornet en 1904.

Pero, lo único que importa, tiene la luz que todos desearían, y hasta matarían por poseer aun un segundo. Merckx la monopolizó cinco años, como también habían hecho antes los otros grandes que terminaron su primer Tour de amarillo, Anquetil e Hinault. Gimondi solo lo ganó un año. Al último debutante que lo consiguió, Laurent Fignon, le duró dos, y en el tercero, el que le ha hecho ser más recordado que sus dos victorias, lo perdió como lo perdió Roglic, en una última contrarreloj, 1989, en la que se quedó a 8s de Lemond.

Y antes de ascender al escenario de su coronación absoluta, a Pogacar le felicita Roglic, que lo tenía todo, que ya contaba los metros, los minutos, la nada que le faltaba, y al llegar al -267 metros de una contrarreloj asesina, una carretera vertical de asfalto reciente y una algarabía de gente alrededor tan sorprendida como él por la película que desfila ante su mirada, ante su bicicleta negra, se queda sin aliento, acabado, la mirada desnuda, el casco torcido como el del soldado desarmado, rendido, sin gafas, sin los atributos de la perfección maquinal que había convertido en su fortaleza, y la perfección la completa su compañero Tony Martin clavándole al milímetro su dorsal, el número 11 que quizás ya habrá empezado a odiar. Y su cara de mejillas hundidas, pálida de sudor frío, sus ojos tristes, su mirada desenfocada, el rostro de la derrota más dura de tragar porque ni él podía esperarla. La mirada del miedo. Solo la derrota le hace humano.


Termina la contrarreloj, el desastre de su vida, a 1m 56s del compatriota que ha tenido todo el Tour atado a su tobillo, como un ternerito que se aprovechaba de su leche, tan abundante que parecía inagotable, por algo era el gran favorito y ni una mosca en el rabo de una vaca se movía sin su permiso, y todos se resignaban a seguir su rueda, tan rápida. Transcurridos 19 días, más de 3.600 km pedaleados, solo 36,2 kilómetros y un muro de casi seis, se interponen. Y tiene 57s de ventaja, y nadie duda, ni Pogacar siquiera, el hombre solo contra la máquina, contra el sistema, contra una estrategia pensada al milímetro, de que serán suficientes, y todo ocurre no lejos de Ronchamp, donde Le Corbusier, que no es Dios pero lo parece, hizo su gran milagro de belleza, una iglesia humilde y desbordante, y en Ronchamp la prensa de medio mundo busca cómo contar el otro milagro, el de un ciclista perfecto que monta sobre la bici, cuando levanta el culo para escalar, y parece que se asoma al trampolín de 120 metros de saltos de esquí, tan aerodinámico es hasta cuando trepa, y después de la derrota, no hay quien no piense en el niño que fue de 17 años y en el accidente tremendo que sufrió saltando y que le hizo pensar en la bici y dejar el vuelo.


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Slovenia's Tadej Pogacar wins and takes the overall leader's yellow jersey as he crosses the finish line of stage 20 of the Tour de France cycling race, an individual time trial over 36.2 kilometers (22.5 miles), from Lure to La Planche des Belles Filles, France, Saturday, Sept. 19, 2020. (AP Photo/
El Tour 2020, en imágenes

Roglic cruzó la línea de la Planche 116 segundos más lento en la ascensión que Pogi, casi doblada la ventaja que consiguió pacientemente, como la araña tejiendo, sin prisa, todo el Tour. Toda su trama se deshace en nada, en los primeros 15 kilómetros, cuando Pogacar sale a muerte, como salen los que saben que van a perder y solo quieren asustar al favorito, y le saca 13 segundos, y Roglic comprueba que no es un farol cuando en kilómetro 30 la desventaja se ha multiplicado casi por tres, 36s, y todos saben lo que es crecimiento exponencial, y Roglic lo teme y lo sufre, y después de cambiar de bici, para la subida dura final, ya no es Roglic el seguro campeón al que no se le mueve ni un pelo en lo más duro de los enfrentamientos, sino el mismo ciclista nervioso, descompuesto, sin estilo sobre la bici, incapaz de articular una respuesta, y en un visto y no visto, ya está hundido. Y Pogacar vuela, y bate todos los récords, gana con 55m 55s, los cuatro cincos que simbolizan la perfección de su contrarreloj: a más de 50 de media en los primeros 15 kilómetros, a 45,7 antes de llegar a la subida, los 5,9 kilómetros que se traga en 16m 11s, lo nunca visto para un Tour nunca visto.

A Pogi, no; a Pogi la victoria por 59s en la general no le hace parecer otra cosa que lo que es, un niño feliz tan poco acostumbrado a transmitir sus emociones que cuando se le exige dice que le dejen que le va a “explotar la cabeza”, y la gente se ríe, porque lo ha dicho uno que acaba de hacer explotar el Tour creando la mayor sorpresa, el vuelco más inesperado de los últimos casi 50 años. “Y todavía”, añade Pogi, “no lo he ganado, falta llegar a París, y, de todas formas, mi sueño no era ganarlo sino correrlo, pero al final, claro, también soñé con que se podría producir una historia así, y venía preparado para ella, y me conocía hasta el último centímetro del recorrido”.

Y ascendiendo no oye nada de los que le gritan por la radio, los gritos del público enloquecido, que sabe mejor que el protagonista cómo terminará la película, se lo impiden, y no las necesita para sentirse sin cadena, para hacer que todo ocurra según su voluntad, como en los sprints salvajes de Laruns o el Grand Colombier en los que con tanto brío pudo con su amigo Roglic, de 30 años, y, no, recuerda, no es su hermano mayor, solo un amigo y un rival.

Este lunes, 21 de septiembre, Tamau Pogi cumplirá 22 años. Un día antes, este domingo, subirá al podio de los Campos Elíseos no solo como ganador del Tour más joven desde 1904, sino como el autor de una hazaña que recordará el ciclismo siempre, y perseguirá a Roglic hasta el fin de sus días.

[Consulte aquí las clasificaciones del Tour]

Landa y Mas se empotran entre los cinco primeros

El prólogo y el epílogo, en todas las narraciones, son una técnica injusta, un modelo estúpido de desfile de modelos que roba el presente a los protagonistas, también a los ciclistas del Tour, a la mayoría, a quienes el primer día se les consigna un cometido, se decide lo que van a ser, y el último que resume todo se les reprocha no haberlo alcanzado, se les castiga por no serlo, a los que no están se les olvida y a los caídos se les llora, conmiserándolos, lo que tampoco admiten, pues su orgullo solo exige admiración. Se les dice lo que van a ser, se les castiga por no serlo.

Nairo tiene que recordar en un vídeo todas las heridas con las que aguanta y su orgullo de raza, de representante del espíritu muisca y de Colombia; Pinot admite que termina porque peor habría sido ver pasar por delante de su casa la crono de la Planche.

El epílogo no es la tragedia de Roglic, la gloria de Pogacar, el joven conquistador despreocupado, a casi 22 de media por la imposible Planche, sino el desfile por el que Superman López, doblado y hundido el colombiano, el único que hizo creer a todos que la revolución contra Roglic habría sido posible en la montaña, cede su puesto del podio al coriáceo australiano Richie Porte, y no solo eso, compite tan espantosamente (termina el 45º, a 6m 17s de Pogacar) que también le adelantan, casi de la manita, Mas y Landa, quinto y cuarto, y casi felices.

El ciclismo español en el Tour han sido los pasos, poco a poco, de Mas, ha sido Landa rozando sus límites y Marc Soler buscándose, y el espíritu de Innsbruck, la fórmula con la que el seleccionador nacional, Pascual Momparler, describe el ambiente de la selección española cuando Valverde ganó el Mundial, y el espíritu de Innsbruck no es Valverde, a quien, a los 40 años, se le atragantó la contrarreloj y no solo no pudo defender el décimo puesto de Caruso, sino que también le adelantó Guillaume Martin y acabó 12º, ni Poulidor, el único de 40 en el top ten, ni Agostinho, 11º a los 40.

El espíritu de Innsbruck es el tremendo nivel de los sólidos y veteranos ciclistas que han trabajado para líderes de varios equipos, son Gorka Izagirre, Omar Fraile y Luis León en el Astana con Superman; es Pello Bilbao con Landa; es Herrada con Guillaume; son Verona e Imanol con Mas; es también David de la Cruz con Pogacar, justamente, a quien acelera tremendo en el col de La Loze y a quien, cuando el jovencito esloveno calienta en el rodillo tranquilo antes de la contrarreloj de su vida, aconseja algunos trucos, algunos detalles de una crono que él ha disputado magníficamente, y la ha terminado octavo, y primer español, además. Y, claro, el epílogo es también Pogi, el caníbal, levantándole los lunares de la montaña a Carapaz, el combativo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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