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Roglic permite un día de fiesta antes de la batalla de los Alpes

Victoria en Villard de Lans del alemán Kämna, que se deshace de Carapaz en un descenso, la víspera de la etapa reina del Tour con el final imposible del col de La Loze

Carlos Arribas
Primoz Roglic, junto con otros corredores del equipo Jumbo, durante la decimosexta etapa del Tour de Francia este martes
Primoz Roglic, junto con otros corredores del equipo Jumbo, durante la decimosexta etapa del Tour de Francia este martesThibault Camus (AP)

El pelotón atraviesa la Chartreuse, un macizo imponente y un valle entre Grenoble y Chambéry, en cuyos caminos Bruno de Colonia descubrió el silencio, sus seguidores cartujos, la fórmula de un licor; Charly Gaul, la lluvia e Hinault, el heroísmo. El líder Roglic se queda con el silencio, aunque su rostro se pasea extrañamente relajado, y hasta sonríe, silente. Es un día de fiesta. Los Jumbo han celebrado el cumpleaños de su gran Van Aert, 26 años, desayunando con champagne, como le gustaba a Anquetil, y después les han prestado la pelota a los chavales y les han dejado irse de excursión tranquilos. Se van 23 a gozarla. El día es hermoso. La temperatura, ideal.

Kämna gana la etapa y Carapaz se santigua abatido al cruzar la meta, batido. Superman sprinta 200 metros, se deja la vida a la sombra de la montaña de las tres pucelas, y no gana ni un segundo.

Los chavales se van a la fuga en parejas, en tríos, se agrupan, se ayudan unos a otros en el col de Porte que desciende hasta Grenoble, donde todos son amigos. Están los habituales de la montaña, Kämna, aquel alemán al que Dani Martínez burló en el Puy Mary, está Alaphilippe, por supuesto, y Nicolas Roche, por las carreteras en las que su padre, Stephen, peleaba con Perico, que en Villard de Lans ganó dos veces, el rey del lugar. Y hay nuevos en la experiencia, el debutante Carapaz por encima de todos, liberado ya del trabajo doméstico por desistimiento de su jefe, Egan Bernal.

Egan no está en la fuga.

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Tampoco está, en los kilómetros finales, en el pelotón principal, que ya parece un mariachi, unos artistas y su coro que no canta sus alabanzas sino que los maldice entre dientes, y que podría llamarse la banana mecánica y sus arrueda, los Jumbo y la decena de campeones que solo aspiran a no separarse de la rueda que tienen delante y no pueden ver más allá, y solo intuyen por el ruido de los cambios a dos kilómetros de la meta que Pogacar prepara algo porque su fiel De la Cruz acelera en los porcentajes más duros de la llegada y todos enloquecen, y solo se calman y vuelven a su rutina cuando George Bennett, el perro de presa de Roglic, restablece el orden, y Pogacar lanza el sprint, como siempre, a 400 metros, y no va muy lejos, y tampoco Superman, que abre un par de metros de hueco que no valen ni un segundo, pero se da el gusto, un gran placer, de entrar delante de todo el grupo de inseparables, los cantantes y el coro. Y hasta se siente solista.

Egan, su dorsal número uno bien adherido en su maillot que no podrá ser amarillo again, transita muy atrás, la mirada triste en el suelo, en el autobús verde de los sprinters, junto a Sam Bennett, que se arrastra, un lugar cuya existencia solo sabía al repasar las clasificaciones de etapa los días de montaña. Hace patente cada pocos minutos su malestar procediendo a ejercicio de estiramiento de la espalda que le tortura, y ni siquiera tiene capacidad para disfrutar haciendo lo que había prometido, subir agua a los compañeros, una tarea para la que nunca en su carrera había sido requerido. Pues Egan, 23 años, el más joven ganador del Tour en los últimos 110 años, sufre una maldición: llegó ya al ciclismo como campeón, y solo conoce un mundo, el del pelotón de cabeza, el de la tensión permanente, el de no perder el puesto, el de estar atento a todo, el del estrés como estado vital único en las carreras.

No está tan lejos Egan, tan jovenmente maduro, como Remco (20 años), Pogacar (21) o Hirschi (22), de las gimnastas que cuanto más jóvenes son más se les puede extraer, y en el debate ético podrían participar los mánagers y directores a los que solo se les iluminan los ojos cuando detrás de la palabra joven el que les habla de ellos añade el adjetivo excepcional, y enloquecen mientras su cabeza se convierte en la del protagonista del cuento de la lechera o el de la gallina de los huevos de oro, y así.

En la fuga todos miran a Carapaz, ecuatoriano y campesino del Carchi, que tiene un cambio de ritmo final ideal para el muro de Villard de Lans. No es tan joven como Egan, tiene detrás años en los que no se le exigía, y se siente como en el Giro que ganó porque tiene a su lado a Amador, y entre los dos, en el primera, largo y tendido, el Saint Nizier, organizan una escabechina. Carapaz quiere ganar la etapa a lo grande. Solo, como en sus grandes días. No le vale el sprint. Después de tres ataques en dos kilómetros la fuga de 23 se ha quedado en dos. Le resiste Kämna, un joven alemán que crece poco a poco y admira la velocidad de la mecánica con la que en plena aceleración el ecuatoriano suelta un bidón vacío de su cuadro, agarra al vuelo uno que le ofrece un auxiliar en la cuneta, tira el gel que lleva adherido y lo coloca en el portabidones sin perder ni una fracción de velocidad. Luego le pide un relevo al alemán, animándole a irse en pareja hasta el final, y Kämna solo se lo da a 100 metros de la cima, y no es un relevo sino un ataque, y a Carapaz, ya seco después de tanto derroche de ataques, solo le quedan ganas de santiguarse.

Y en el col de La Loze, el miércoles más duro del Tour, muchos más sentirán igual.

Más que en santiguarse Roglic piensa en hablar, y está casi locuaz y creativo en la videoconferencia de prensa y no se sabe si eso es buena o mala señal la víspera de los grandes Alpes, indicio de calma o de nervios ante lo que pueda ocurrir hoy a más de 2.000 metros de altitud en el interminable col de La Loze, cima inédita, 10 kilómetros más arriba de la habitual llegada a la estación invernal de Méribel: 21 kilómetros de ascensión total (y antes han debido subir al trantrán la Madeleine, otro hors catégorie de desgaste) con un muro último de cinco kilómetros con pasos del 24%.

“Cinco kilómetros locamente duros”, dice el líder esloveno, que no encuentra mejor adverbio para clasificar la subida. “Todo ha estado bajo control el martes. El miércoles espero muchos ataques. Es la etapa reina. El puerto más alto. Lucharemos por cada segundo. Pero tengo buenas piernas, y el equipo está bien. Atacará Pogacar y le vigilaremos y a los demás, y los demás se mirarán y se marcarán”.

En el Tour de cálculo de Roglic, que ha plasmado la superioridad aplastante de su equipo en solo 40s de margen sobre su compatriota, pasar sin mayor daño La Loze es medio Tour. “Y no, no voy a desgastar al equipo controlando la fuga. La etapa la ganará uno en fuga”, dice Roglic, que renuncia a buscar bonificaciones que siempre le levanta Pogacar. “Mejor tener 40s a favor que en contra. Por otra parte nada parece suficiente. Puedes tener cinco minutos y querer más”.




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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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