“¡Que traiga el dinero!”
El verdadero fracaso no reside en la demolición de un modelo exitoso o el adiós de Messi, sino en la aceptación del concepto más denostado por los aficionados: el adiós gratuito
Hay un tipo de aficionado muy identificable dentro del planeta fútbol: el casi ejecutivo, el economista frustrado, el ministro de finanzas de la República Independiente de su Casa. Se lo puede encontrar uno casi en cualquier parte pero lo más habitual es verlo solo, en la barra de un bar, con un periódico deportivo delante y los brazos cruzados sobre el pecho, en clara actitud de estar reunido consigo mismo. “¡Que traiga el dinero!”, grita de repente, visiblemente indignado porque otro aficionado -entiendo que de su mismo equipo- descubre la silueta de Messi en el televisor y aboga por abrirle la puerta de salida sin hacerse daño. La camarera, que es nueva y bastante tiene con aprenderse los nombres y costumbres de los clientes, mira a su jefe implorándole que traiga cambio, no vaya a ser que al directivo fantasma del Fútbol Club Barcelona se le ocurra ponerse a jugar a la máquina tragaperras en cuanto llegue el cheque firmado por alguno de los Messi, un jeque o quién sea que deba pagar la cuenta que reclama este señor.
El deporte profesional, y en especial el fútbol, ofrece este tipo de satisfacciones a quien las necesite: creerse un pez gordo, sumar y restar millones de euros con la ayuda de un ábaco de cacahuetes, invertir o ahorrar -siempre hipotéticamente- el dinero de un club con sede social a 600 kilómetros de distancia y cuyo lazo afectivo principal se forja a través de la televisión, los periódicos y las camisetas (a seis euros la pieza) que cada verano compra a un vendedor ambulante magrebí. “¡Nadie está por encima del Barça!”, grita de segundas pero callándose lo más grueso de sus pensamientos, un “ni siquiera yo” de manual que todo el mundo sobreentiende. El club es suyo -por no decir que es él- y al club se le cuida desde lo afectivo pero sobre todo, y muy especialmente, desde lo económico: sin el concurso de estos centinelas anónimos, de estos Fort Knox itinerantes, otro gallo cantaría y cantaría mal, presa del hambre y el abatimiento. Ni siquiera necesita ser socio o peñista, le basta con saberse el último bastión del Barça Verdadero en cincuenta metros a la redonda.
Es un aficionado, también hay que decirlo, de frases cortas. Si hablase catalán, diría aquello de “encara patirem” en el minuto noventa de cada partido, sin importar que el equipo vaya ganando por un margen de cinco goles o que los rivales jueguen con siete. El Barça es “más que un club” y el Madrid “el equipo del Gobierno”, no hace falta decir mucho más. Sentir los colores se reduce a economizar, también en el lenguaje, y por eso no importa tanto la explicación pendiente del argentino como sacar provecho de su silencio. Porque el verdadero fracaso no reside en la derrota de Lisboa, la demolición de un modelo exitoso o el adiós de Messi, sino en la aceptación más o menos generalizada del concepto más denostado por estos aficionados de armazón pesado y reloj calculadora: el adiós gratuito. “Barça o muerte”, se despide hasta mañana. Ambas opciones, entiendo, ofrecen la posibilidad de acogerse al leasing.
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