Heysel, la muerte en directo
EL PAÍS inicia una serie de reportajes sobre episodios que han marcado el gran torneo de clubes, como sucede ahora con la pandemia. En el primer capítulo, el suceso más triste: el fallecimiento de 39 aficionados por una avalancha en el estadio antes de la final de 1985 entre Juventus y Liverpool
Ninguno de los testimonios y sucesos insólitos que abarca la historia de la Copa de Europa en sus 66 años de vida alcanza la magnitud de la tragedia acaecida antes de la final de su trigésima edición que enfrentaba en 1985 a la Juventus y el Liverpool en el vetusto estadio Heysel de Bruselas, inaugurado en 1930, y en la que fallecieron 39 aficionados y hubo más de 500 heridos.
El 29 de mayo se han cumplido 35 años. Ni el tiempo transcurrido ha podido borrar ni las imágenes ni los recuerdos de lo allí sucedido y mucho menos ha ayudado a entender por qué se disputó un partido de fútbol con cadáveres y heridos todavía en el estadio, mientras el ruido de las sirenas de las ambulancias ahogaba los gritos de los aficionados, todavía ajenos realmente a la dimensión del siniestro.
Sorprendentemente por su deteriorado estado, Heysel albergaba por cuarta vez una final de la Copa de Europa. En las tres anteriores, 1958, 1966 y 1974, con tres clubes españoles en liza. Dos triunfos del Real Madrid y una derrota del Atlético, desempate incluido. El Liverpool era el campeón en ejercicio. Había ganado el año anterior en el Olímpico a la Roma en la tanda de penaltis y buscaba su quinta Copa de Europa. La Juventus nunca había ganado esa competición. Se le resistía. Había perdido dos finales (1973 y 1983).
Día de bochorno en Bruselas. La jornada había transcurrido inesperadamente tranquila por las calles, aunque un periodista italiano bien informado nos había alertado de que podía haber incidentes entre las aficiones. Dos precedentes cercanos apuntaban a lo peor. Los supporters que luego se transformarían en hooligans no olvidaban que el año anterior habían sido víctimas de una emboscada en las cercanías del Olímpico de Roma después de la final y aunque los aficionados de la Juventus nada tenían que ver con los romanos, rebosaban afán de venganza.
Además, en la Supercopa de Europa disputada meses antes, en enero, en el Comunale de Turín, la Juventus había superado al Liverpool y según los ingleses el trato recibido por sus aficionados no había sido especialmente exquisito. Ganaron los locales con dos goles de Boniek.
La policía belga había recomendado a ambas aficiones que acudieran pronto a Heysel. Había descubierto una imprenta que había falsificado un buen puñado de entradas y tenían conocimiento de que la reventa poseía cientos de billetes falsos. Se iba a revisar aficionado por aficionado y controlar sus respectivas entradas con una novedosa máquina de rayos ultravioletas.
Lo que parecía desconocer totalmente la policía es que en uno de los fondos, el destinado a los aficionados del Liverpool en sus zonas X e Y, existía una tercera zona, la Z, cuyas entradas correspondían a la Federación belga y, en teoría, tenían que acoger a aficionados neutrales. El problema fue que un par de millares, como mínimo, de esas entradas fueron revendidas a agencias italianas y compradas por aficionados juventinos procedentes de toda Italia e incluso residentes en Bélgica.
Una simple valla
Esta fue la principal causa por la que en dicho fondo se mezclaron los aficionados de ambos clubes, lo que permitió que los del Liverpool abordaran el sector Z, ocupado casi en su totalidad por tifosi. A las 19.20, una hora antes de comenzar el partido, comenzaron los escarceos en esa curva norte. Llamaba la atención que estuviera medio vacía cuando el resto del estadio ya estaba casi a rebosar. Además de las clásicas barreras antiavalanchas, propias de los estadios con localidades de pie, una ridícula valla de alambre separaba el sector X del Z. Así comenzaron las cargas inglesas. Atacaban y se replegaban. Parecía un juego. Aparecieron una docena de policías, no más, que se pusieron a la altura de la teórica valla separadora. La explicación del escaso número de agentes se debió a que tenían órdenes de no entrar en el estadio hasta una hora antes y controlar fuera todos los accesos.
Desde la tribuna de prensa se observaba la guerra de guerrillas. Los supporters devolvían las cargas de la policía y terminaron por saltar la valla. Los juventinos ya no tenían escapatoria. No podían correr para atrás ni para arriba. Sendos muros de cemento gris se lo impedían. Uno de ellos fue el que se derrumbó y causó la masacre. Cientos de cuerpos cayeron al vacío. Solo tenían dos salidas naturales. O las mínimas puertas de 70-80 centímetros por las que habían entrado, y tenían que salir uno a uno, o saltar al terreno de juego escalando las vallas separadoras y donde los guardias les impedían el acceso. El sector Z se convirtió en una ratonera.
La policía estaba desbordada. Los ingleses atacaban con piedras de las gradas rotas y con palos. También con armas blancas. Se comenzaron a divisar bultos en el suelo. Cuerpos, mochilas, bolsas, muchas páginas de periódicos… Los italianos más ágiles treparon por el alambrado, derribaron una de las verjas y comenzaron a saltar por docenas al césped. Su salvación.
Corrían despavoridos y muchos se dirigieron hacia la zona de prensa. Sin camiseta, con los pantalones rotos, con sangre en la cara y en el cuerpo. Su objetivo no era otro que comunicar con sus familiares, explicarles lo que ocurría y que estaban vivos. Las líneas del estadio se bloquearon. No se podía hablar con el exterior. Un aficionado se lanzó hacia el teléfono del pupitre. “Llevan pistolas de gas. Al principio nos tiraban piedras de las escaleras, las rompían y nos la lanzaban, pero cuando vimos las pistolas fue cuando nos asustamos”, contaba. Se llamaba Massimo. A su lado otro chaval, más joven, pudo conectar. Solo gritaba cuatro palabras: ”Mamma, io sono vivo”.
A partir de ese momento, las ambulancias y los helicópteros se adueñaron del escenario. Las noticias nos llegaban con cuentagotas. No podíamos hablar con las redacciones. Heysel, por fin, estaba tomado por la policía con los refuerzos del Ejército, que protegía el terreno de juego. Las fuerzas de seguridad y las autoridades locales convencieron a la UEFA y a los dos clubes de que tenían que jugar por “razones de orden público”: “Si no se juega el estadio se convertirá en un campo de batalla”.
Comenzaban a llegar noticias poco halagüeñas. Había víctimas. Diez, quince, veinte… Cientos de heridos. Los capitanes de los dos equipos, Neal (Liverpool) y Scirea (Juventus), se dirigieron a sus aficionados por la megafonía. El primero pidió calma y tranquilidad, el segundo añadió: “No respondáis a las provocaciones”.
El partido se jugó con hora y media de retraso. Comenzó a las 21.37. Esa final que nunca se tenía que haber jugado la ganó la Juventus, 1-0 con un gol de penalti de Platini, que no fue. Gillespie derribó a Boniek fuera del área. El capitán francés lanzó, marcó y lo celebró como si nada hubiera pasado. Como si nada estuviera pasando. Para más deshonra, hubo hasta vuelta olímpica de los campeones después del partido.
Al día siguiente ya se habían contabilizado 37 muertos. El día 1 de junio falleció otro y 77 días después la última víctima. Total: 39 fallecidos, 32 italianos, cuatro belgas, dos franceses y un norirlandés. Hombres, mujeres y niños. La UEFA sancionó al Liverpool con 10 años de suspensión que quedaron reducidos a seis y al resto de los clubes ingleses con cinco sin poder disputar competiciones continentales ni amistosos.
Fueron juzgados 26 aficionados del Liverpool, pero solo 14 fueron castigados con tres años de prisión por homicidio involuntario. Hubo que esperar seis años para conocer el fallo del Tribunal. La mitad de la pena la cumplieron con libertad condicional. El jefe del operativo policial y el presidente de la Federación belga fueron inhabilitados temporalmente. La UEFA, castigada a indemnizar a las familias de las víctimas, que todavía hoy, 35 años después, mantienen la irrebatible evidencia. La Justicia no hizo justicia.
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