El VAR decide jibarizar el fútbol
El sistema es perverso desde la raíz. Se discute porque no funciona. Sus propagandistas nunca entendieron que la pretensión de justicia en el fútbol es inútil
Desde hace meses se escucha una pregunta recurrente en el fútbol: ¿Qué se puede hacer para mejorar el funcionamiento del VAR? La respuesta es sencilla: nada. Ninguna alternativa encontrará solución a un sistema invasivo, hipervigilante y castrador que ha llegado para quedarse, por desgracia para un juego dirigido por unos burócratas que han decidido desnaturalizarlo y empequeñecerlo en nombre de la tecnología y la justicia. Por bien intencionada que sea, no habrá alternativa que remedie el desastroso efecto del VAR.
Si hay preguntas es porque el problema existe, y es de gran calado. El VAR se instaló en el fútbol con un objetivo imposible y unas consecuencias extremadamente perniciosas. Se trataba de usar un modelo de micro vigilancia con la pretensión de dotar al fútbol de una justicia incontestable, aplicada por un sistema piramidal de árbitros: los tres que están en el campo, el cuarto que les arropa en la banda y tres más, también vestidos de árbitros, sentados en una habitación oscura de Las Rozas, donde escrutan el juego como entomólogos, ajenos a la vista del público, con todo lo que eso significa, en busca de micro acciones, agrandadas y convertidas en sucesos tecnicolor por la lupa de la televisión y la cámara lenta.
El sistema es perverso desde la raíz. Se discute del VAR porque no funciona. Sus propagandistas nunca entendieron que la pretensión de justicia en el fútbol es inútil. Defender el VAR en nombre de la justicia es un acto de olvido y de cinismo. El fútbol, y en estos años más que nunca, está sostenido por una estructura tan injusta que enfrenta a equipos de 1.000 millones de presupuesto con rivales de 60 millones. Que sea un modelo de competición aceptado, digerido y hasta amado, no significa que sea justo, pero por lo visto esta flagrante desigualdad es una viruta irrelevante para los apóstoles del VAR.
Los dos efectos sustanciales del VAR han sido la jibarización del fútbol y la creación de una floreciente industria arbitral. En términos de poder y representatividad, el árbitro crece y los futbolistas decrecen. Es una pésima estrategia. Al carácter inquisidor, catolicón, del VAR se añade el típico modelo de gestión burocrática, espolvoreado de normas, mini normas y micro normas, donde impera la endogamia, el corporativismo y el desconcierto.
El fútbol siempre ha estado más pendiente de la honradez que de la justicia. Es un juego agreste y difícil que sólo se beneficia de los brazos para impulsarse en la carrera o en los saltos. Durante 50 años apenas tuvo reglas. En los años 20 se dictaron las 17 normas que presidieron su arrollador avance por el mundo. Ha sido un juego de amplios espacios, de metros, kilos y kilómetros por hora, donde convivían la habilidad, la fricción y la resistencia en dos tiempos de 45 minutos. Ya no. Ahora es otra cosa.
A este Amazonas enorme y virgen que era el fútbol lo están deforestando a una velocidad vertiginosa. El VAR lo ha transformado en un juego donde prevalecen el milímetro, el miligramo y el frame televisivo. Al jugador se le convierte en un muñeco de futbolín, sin brazos, rígido y atado. Hay un deseo atroz de limitarlo y culpabilizarlo. Se frustra la espontaneidad, se desnaturaliza el juego, se fragmentan los partidos, se empuja a la demora, se jerarquizan groseramente las áreas y se desdeña el resto del campo, se abre, en fin, la puerta a nuevas ocurrencias, que también vendrán para quedarse, como las pausas en cada tiempo y el barullo de cambios masivos. Este es el troyano efecto del VAR y sus promotores, De lo otro, de su cacareada justicia, mejor no hablar.
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