24 días en una cueva de nieve en la Patagonia
El alpinista Iosu Merino rememora el confinamiento que vivió en 1997 junto a dos compañeros antes de alcanzar la emblemática cima del Cerro Torre
Cada vez que cierra su diario de la Patagonia, tras releer un fragmento al azar, el guipuzcoano Iosu Merino se pregunta cómo fueron capaces de soportar tanta miseria. En el argot de los alpinistas no se padecen penalidades, padecimientos o calamidades. No. Se pasa miseria, y esto evoca todo tipo de sufrimiento imaginable. El diario de Iosu, escrito en el interior de una cueva de nieve a los pies del cerro Torre, tiene ya 24 años y recoge una de las páginas más especiales de la historia del alpinismo de este país. Si existe una montaña bella, pero al mismo tiempo huidiza, desagradable y complicada es el cerro Torre (3.133m), en la Patagonia argentina: sencillamente, el viento imposible y las tormentas continuas obligan a un juego desquiciante en un terreno que no concede tregua.
Hoy en día, la llegada de Internet a la localidad vecina de El Chaltén y la posibilidad de disponer de partes meteorológicos milimétricos permiten a los alpinistas aguardar y salir en tromba para aprovechar las ventanas de buen tiempo. En 1997, no había manera de saber qué tiempo haría. En el mejor de los casos, el barómetro del reloj permitía aventurar cierto pronóstico. Todo muy peregrino. Así, Iosu Merino y el riojano Simón Elías, acompañados de un amigo catalán, Marc Sarradell, salieron de El Chaltén bajo el peso de mochilas descomunales y mucha comida, por lo que pudiera pasar. Nunca imaginaron que pasaría lo que pasó. Muy poco después de plantarse a los pies de su objetivo, el buen tiempo les sorprendió y les animó a salir disparados montaña arriba: querían escalar la vertiente oeste, por una línea de hielo. Enseguida, Marc, menos en forma, desistió. Al pie de las últimas dificultades, sus dos compañeros decidieron cavar un agujero en la nieve y pasar la noche: esperaban pisar la cima al día siguiente y descender. En cambio, pasaron tres días sin moverse, incapaces de descender y con comida para una sola jornada. Tuvieron claro que pasarían inmóviles los días que hiciesen falta, aun sin comer, porque intentar bajar sería un suicidio. El viento y la tormenta de nieve lo impedían. Cuando abandonaron su agujero, no sabían que huían hacia otro confinamiento, este mucho más largo.
Instalados en su cueva de nieve, improvisando algo parecido a una puerta que impidiese que las continuas nevadas les sepultasen, el trío inició una reclusión fría, incómoda y psicológicamente delicada. “Para empezar, teníamos sacos de dormir de pluma. Un error, porque una vez que se moja no da calor y se seca difícilmente. Con varias capas de ropa superpuesta, nos pasábamos los días húmedos y helados. Pasamos así 24 días, y solo alguna tarde pudimos salir al sol para secarnos”, recuerda Iosu Merino, que entonces contaba 25 años, por 21 Simón.
El encierro actual
Pronto entendieron que racionar la comida era la única manera de seguir con opciones de atacar de nuevo la montaña. “La diferencia con la situación actual provocada por el coronavirus es que nuestro confinamiento fue gradual, mientras que ahora hemos pasado de 100 a 0 de un día para otro. Nosotros fuimos apretando la tuerca poco a poco, día a día”, observa Iosu.
Marc decidió que no escalaría más, pero quiso seguir junto a sus compañeros. Aguantó cerca de 12 días, fumándose las bolsas de las infusiones cuando se quedó sin tabaco. Desayunaban un té con un par de galletas, comían una ración exigua de pasta con sopa y cenaban otra sopa. Pronto, la escasez de alimentos tensó las relaciones: “Los dos tenemos carácter. Simón administraba la comida y para no discutir, cada día cocinaba uno mientras el otro podía ponerse en pie en la cueva sin hacer tareas. Era algo parecido a meterse en el baño más pequeño de una casa con tu pareja o con un amigo, sin apenas comida y sin nada que hacer”, ilustra Iosu. Durante 24 días.
Pero lo cierto, y a la vez lo más sorprendente, es que la pareja de alpinistas sí tenían opciones: podían haber renunciado, esperar que el temporal remitiese un mínimo y abandonar. Nunca se lo plantearon. “En ningún momento hablamos de abandonar. Estábamos motivados para intentarlo mientras hubiese comida. Por este motivo, le pedí a Simón que me entregase la mitad de los víveres: no soportaba la idea de que otro decidiese qué comía y cuándo. Si al acabarse el alimento no habíamos podido escalar el Torre, abandonaría”, explica.
Llegaron a pasar 15 días seguidos sin salir del saco. Las broncas se sucedían, después las reconciliaciones. Tras cada tormenta verbal llegaba una tregua que solo anunciaba la llegada de un nuevo frente: “Es alucinante reconocer ahora cómo provocábamos a sabiendas discusiones por tonterías solo para desahogarnos, liberar la tensión que nos invadía. Pero al cabo de unas horas, o al día siguiente, nos disculpábamos, prescindíamos de nuestro ego. Pasábamos horas sin dirigirnos la palabra, leyendo, cambiándonos los libros. No sé cómo, pero Simón acabó leyendo la Biblia. ‘De todo se aprende’, me contestó cuando le pregunté qué hacía leyéndola”.
Justo cuando ya no resultaba posible estirar más los víveres, el viento cesó y el cielo se despejó de nubes. Pese a la tremenda inactividad, Iosu y Simón organizaron su material y salieron a la carrera: solo una motivación inconcebible les permitió escalar el Cerro Torre, ya en enero de 1997, y regresar en un ataque que duró 36 horas.
La resistencia humana
En el Torre, los metros finales para alcanzar la cima son una pesadilla: la acción del viento adhiere la nieve a la roca, la recubre como si se tratase del rebozado de una croqueta. Lo llaman el hongo. El rebozado puede estar más o menos helado, lo que permitirá o no que alguien lo escale. Los tornillos de hielo no sirven para protegerse de una caída. La solución pasa por cavar un túnel en la nieve, para ascender de forma agotadora y precaria pateando la nieve con los crampones y tirando de los piolets. Cuando la pareja se colocó al pie del hongo somital, el sol llegó con ellos. Simón encaró el largo final. “Cuando llevaba diez metros escalados, la nieve era tan blanda que ya no podía renunciar: tenía que seguir escalando porque bajarse ya no era una opción. Giró hacia la cara norte, encontró un muro menos inclinado y un túnel horadado por el viento. Se metió dentro y escaló hasta la cima. Cuando me tocó el turno, tuve que cavar un nuevo túnel para no caerme porque el sol había deteriorado mucho la nieve, que cedía bajo mi peso”, recuerda aún impresionado Iosu.
Toda la motivación y las fuerzas que encontraron para burlar al Cerro Torre se esfumaron una vez que regresaron a su cueva de nieve. Al día siguiente, organizaron su partida. Solo tenían té y dos galletas para cada uno. Mientras caminaban bajo el peso de sus mochilas, inclinando sus cabezas para ofrecer resistencia al viento, vivieron momentos de abandono inconcebibles. Si el viento paraba de súbito, dejaba de sujetarles, así que caían de bruces contra la nieve. Ni siquiera se ayudaron el uno al otro a levantarse. Se ignoraban. “No sé cuántas veces se me acalambraron los isquiotibiales, cuántas veces caí y pensé que no sería capaz de levantarme. Casi al final, Simón me dijo que no tenía fuerza para orinar. Le dije que se lo hiciese encima, ¿qué más daba? Tardamos 17 horas en llegar a la civilización: aprendimos que la resistencia del cuerpo humano es infinitamente mayor de lo que creíamos. Yo me felicitaba por estar vivo”, recuerda Iosu.
Ambos alpinistas se conocieron durante su formación como guías de montaña. Simón, riojano, reside en Chamonix y es el primer español miembro de la compañía de guías local. Iosu se hizo bombero: deseaba estabilidad. Se ven muy poco. “Pero cuando descuelgo el teléfono y hablamos, el feeling regresa en segundos”, se maravilla Iosu.
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