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Un confinamiento insólito: dentro de un estadio

Un antiguo conserje, chófer y delegado del Málaga pasa la cuarentena con un hijo en la casa que tiene en La Rosaleda desde hace 30 años

Lorenzo Calonge
Andrés Perales, hace unos días en La Rosaleda.
Andrés Perales, hace unos días en La Rosaleda.

Cuando la inmensa mayoría de la gente sale de sus casas en esta cuarentena, solo ve calles desangeladas y supermercados con personas temerosas unas de otras. Andrés y su hijo Andy se caen de la cama, cierran la puerta del domicilio y a pocos pasos tienen un estadio de 30.000 butacas entero para ellos. Viven dentro de La Rosaleda de Málaga, ese es su hogar. De todos los lugares donde pasar este insólito confinamiento, el suyo es de los más especiales.

Desde hace un mes, nadie más pisa este enorme recinto salvo el cuidador del césped, de forma puntual, y el vigilante de seguridad de turno. Padre e hijo pueden recorrerlo a su antojo, cuando quieran y como quieran, un buen alivio en estos días tan largos mano sobre mano. Aunque falta el ruido, “la bulla”, como la llama Andrés Perales, un hombre de 85 años que lleva residiendo allí con su familia desde hace tres décadas y que, salvo jugador, directivo y entrenador, ha hecho de todo en el club boquerón. “Estoy acostumbrado a los entrenamientos, los partidos y ahora nos encontramos muy solos. Andy, el perro y yo. Me da pena ver esto tan vacío”, comenta por teléfono desde su inmueble, situado junto a uno de los fondos. A él se accede por la puerta 19, que lleva su nombre, y consta de tres habitaciones, dos baños, un salón, otra salita, una cocina amplia, un patio con césped y un huerto ahora en desuso. No les falta espacio, ni dentro ni fuera. “Cuando hace buen tiempo me doy unos paseos por el campo”, indica.

Andy y su padre, Andrés Perales, junto a La Rosaleda.
Andy y su padre, Andrés Perales, junto a La Rosaleda.EL PAÍS

Su hijo, de 43 años, lleva mejor el encierro. “No me puedo quejar”, dice. “Después de comer ando por el terreno de entrenamiento anexo, el que tenemos pegado a casa. Y, si me apetece, me meto en el gimnasio del primer equipo a hacer un poco de ejercicio. Al estadio no voy tanto, lo tengo muy visto”. Él entró a vivir en La Rosaleda a los 10 años, de niño acampaba con sus amigos debajo del graderío y el fallecido Juanito le traía regalos de cada viaje. Luego se marchó a los 22, cuando se casó, y regresó hace poco, tras separarse. “No ver a mis dos hijas es lo peor en esta situación”, afirma.

La familia Perales se instaló en el estadio en 1989. El Málaga tenía unos calabozos construidos para el Mundial 82 y le propuso a Andrés padre, entonces conserje en la entidad, acondicionarlos como vivienda para que se trasladara allí con la familia. Con su mujer Antonia y parte de sus siete hijos (algunos ya habían volado del nido). No era tan raro aquel ofrecimiento en esos años en el fútbol español. Muchos clubes lo hacían o lo habían hecho. “La casa tenía unos 90 metros cuadrados, tres habitaciones, un baño, una cocina amplia y un almacén”, recuerda Conchi, de 56 años, una de las hijas, que ahora se turna con otra hermana para llevarles la comida y cuidar de su progenitor. Esa fue su residencia hasta 2002, cuando en la última gran remodelación del estadio les construyeron otra vivienda, la actual, en el otro fondo. El clan no paga nada por ella. Todas las instalaciones pertenecen a partes iguales a la Junta de Andalucía, la Diputación de Málaga y el Ayuntamiento de la ciudad.

Con el jeque en el patio de casa

Desde que se instalaron a finales de los ochenta, nunca se han ido de La Rosaleda, ni cuando el estadio fue expropiado en 1992 por la deuda del club. “Había dos vigilantes y solo nos permitían acceder a nosotros”, recuerda Andy. “Yo me encargaba de cortar el césped y a mi padre le dejaron un taxi por las noches para que ganara algo de dinero. El Málaga ya no le pagaba, había desaparecido. Se tuvo que refundar y empezar desde las categorías más bajas. Aun así, parte de lo que ingresaba mi padre lo usaba para cuidar el estadio hasta que llegase otra directiva”.

Andrés Perales había entrado en el conjunto andaluz en 1966. Trabajaba en una empresa de autobuses y el Málaga lo contrató para que fuera el conductor oficial del equipo al volante del autocar el Flecha Azul. A partir de ahí, solo le ha faltado meter goles y fichar jugadores. Ha sido jardinero, utillero, masajista, conserje y delegado de campo. Hace diez años se jubiló y el estadio pasó a ser su sitio de recreo.

Por su casa han pasado todos los que han tenido algo que ver con el Málaga en estos 30 años. “Ufff, imposible contar todo eso”, afirma nada más terminar de comer, a media tarde, su hora habitual. También la ha conocido el actual propietario, el jeque Al Thani. “Estuvo un día en el patio de casa. En lo personal no tenemos queja, aunque en lo deportivo lo ha hecho mal”, suelta sin reparos su hijo. “A Fernando Sanz [presidente entre 2006 y 2010] le teníamos mucha simpatía. Mi madre le hacía a veces la comida y él bajaba a desayunar con ella a la lavandería”, apunta Andy. De limpiar la ropa se ocupan ahora él y Conchi. Otra hermana, Luisa, se encarga del mantenimiento. Los tres están en nómina de la entidad.

Los genes de un club se encuentran también, o sobre todo, en historias como esta. El patriarca echa en falta estos días el movimiento en La Rosaleda, el trajín de una tarde cualquiera entre semana. En los partidos, sin embargo, rechaza el gentío del palco y se marcha solo a un córner, para que nadie le moleste.

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