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PISTA LIBRE
Columna
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El fútbol agranda el vacío

El espectáculo tenía que continuar como fuera, con tristísimos partidos a puerta cerrada si era necesario, hasta que la enfermedad se trasladó al césped. El edificio saltó por los aires

Santiago Segurola
Mikel Arteta, en el banquillo durante un partido del Arsenal.
Mikel Arteta, en el banquillo durante un partido del Arsenal.Graham Hunt/Pro Sports Images /AFP7/Europa Press (Europa Press)

Suele decirse que el fútbol es la más grande de las cosas no importantes de la vida, afirmación que por sí misma ya es suficientemente exagerada, más aún en este momento de angustia y desconcierto. No sabemos qué clase de mundo emergerá de una pandemia que ha producido una distopía impensable: un regreso con wifi a la Edad Media. En este escenario angustioso, la importancia del fútbol se achica tanto que adquiere una dimensión más ajustada y más humana. Sin embargo, su capacidad representativa no deja de ser enorme.

Algunos de los acontecimientos de los últimos días estuvieron presididos por su impactante efecto en la percepción del riesgo que provoca la Covid-19. Hace una semana, el Atlético jugó en Liverpool un partido memorable por muchas razones. Para siempre quedará el recuerdo de una victoria insospechada en Anfield, en el último encuentro profesional que se ha disputado en Inglaterra.

Dos días después se suspendieron las competiciones en un país cuyo gobierno invita al contacto social. Y qué mayor que un campo abarrotado con 45.000 espectadores, 3.000 de ellos procedentes de uno de los dos focos infecciosos más grandes de Europa. Es probable que esa noche el ciudadano medio, aficionado o no, pensara que la situación no puede ser tan grave cuando se juega un partido transmitido a todo el mundo, con el campo atestado de gente y el foco mediático exclusivamente dirigido al plano deportivo.

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Aunque la situación de Italia había aconsejado la suspensión de algunos partidos, el fútbol europeo mantenía su proverbial optimismo, engrasado por un negocio que mueve miles de millones de euros, maquinaria industrial que corría, y ahora sabemos que lo corre en grado muy significativo, el riesgo de colapsar si la realidad del coronavirus se imponía al terco pensamiento de la UEFA y el resto de las organizaciones que dirigen el fútbol.

El fútbol ha ofrecido repetidas muestras históricas de su resistencia a digerir las realidades amargas. Se ha jugado con 39 cadáveres en el campo (Heysel, 1984), en el 11-S (Nueva York, 2001) o apenas tres días después del atentado en Atocha (2004), no sin los elogios de rigor, que le atribuyen el saludable carácter de píldora contra la adversidad. El argumento es sencillo: si se juega, nada nos puede pasar.

Hay otra manera más prosaica de verlo, adherida a su condición de industria del entretenimiento. El espectáculo tenía que continuar como fuera, con tristísimos partidos a puerta cerrada si era necesario, hasta que la enfermedad se trasladó al césped. Todo el edificio del fútbol saltó por los aires cuando Mikel Arteta, entrenador del Arsenal, y Calum Hudson-Odoi, delantero del Chelsea, se declararon portadores del coronavirus.

Sin futbolistas, no hay fútbol que valga. En Inglaterra, los positivos de Arteta y Hudson significaron el cierre inmediato de todas las Ligas profesionales, decisión que ha colocado en una situación incómoda al Gobierno de Boris Johnson, que frente a la inmovilidad y aislamiento que rige en el continente europeo aboga por la movilidad y la cercanía social. No ocurrirá en los vacíos estadios de la Premier.

El positivo de Trey Thompkins, y la contundente acción protectora del Real Madrid, también acabó con cualquier divergencia en España. Se bajó inmediatamente la persiana del fútbol, que ha desaparecido de los estadios y de las pantallas de televisión, provocando una especie de vacío existencial. Es la constatación de la magnitud de una catástrofe de consecuencias imprevisibles en todos los ámbitos, incluido el del fútbol, donde el coronavirus no impide adivinar la feroz guerra de intereses que libran clubes, federaciones y el cúmulo de organizaciones que lo dirigen. No es descartable que este pandemonio inaugure otra época, con nuevos actores y organizaciones en el poder. Y un persistente elemento, de valor incalculable: el futbolista.

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